Los mejores años de mi vida en Bogotá se ganaron ese título por cuenta de los días que pasé en festivales de rock. Aún hoy, esos recuerdos son el vínculo indestructible de varios amigos con los que pasabamos horas mirando al cielo, en la Media Torta o en el Simón Bolívar, entre un toque y el siguiente ¡Larga vida a Rock al Parque!
En Bogotá los festivales de rock y yo, como muchos otros jóvenes de mi generación, crecimos a la par y fuimos testigos del desarrollo cultural de la ciudad, siempre con saldo positivo a pesar de tanta burocracia obtusa que hasta el año pasado seguía viendo a la música contemporánea como «un complemento educativo para los jóvenes».
Cuando Rock al Parque empezó, en mayo de 1995, mis amigos más grandes me contaron que tuvieron que pagar por entrar a la Plaza de Toros y que valió la pena. En 1997 yo ya era un adulto de casi 14 años con toda la actitud de volarme de mi casa si era necesario para ir al primer festival de rock de mi vida. Así lo hice, era el penúltimo día de mayo y la primera vez que visitábamos el Parque Simón Bolívar de noche.
Me parecía un escenario imponente, como un coliseo romano sólo para nosotros. Los bloques de sonido eran interminables y la gente entraba como peregrinos a La Meca. Peludos, calvos, arremangados, con cresta y hasta sin ropa, se hacían a un lugar en la plaza, que ese año recibió más de cien mil personas. Era un sábado y ya era leyenda que el día anterior Sangre Picha y la Pestilencia, habían tocado casi 30 minutos más del tiempo que les habían dado, alentados por el calor de la gente.
Ese día pude ver música en vivo con la autonomía de un adulto y la libertad de un pelao. Escuché de la boca de Fidel Nadal la letra de “Gente que no” y todos los que estábamos allí imitamos sus pasos de cumbia villera. No se me olvidará nunca.
Para 1998 ya había escuchado a mi viejo hablar de Woodstock donde Jimi Hendrix tocó el himno gringo sólo con su guitarra, eso fue en 1968. Después vi en casa de Jaime, mi vecino, un video que había traído su hermano de Prodigy y Massive Attack cantando en el festival de Glastonbury, en Inglaterra. Glastonbury era como Rock al Parque, pensé, siempre llueve pero la gente no se tapa la cabeza.
En 1999 fui a “Rockal” con otro grupo de amigos que se convirtió en mi familia. No habíamos visto nada como aquel lunes, era el cierre del festival más exitoso de la historia bogotana, creo yo. En el simón hizo sol temprano en la tarde, volvimos a putear a la pobre Pepa Fresa y esperamos horas a Café Tacuba. El pogo había hecho mella y yo había perdido mi billetera y un zapato; sin embargo, allí estaba bajo la lluvia oyendo música.
El cartel era de lujo: 1280 almas, Victimas del Dr. Cerebro y Molotov. Café Tacuba era el epílogo de una sobredosis completa. Las horas pasaban y la impaciencia crecía. De pronto, todo se oscureció y nuestro coliseo romano se quedó mudo durante una fracción de tiempo incalculable hasta que las guitarras con el intro de María rompieron el silencio. El parque entero entró en éxtasis y, así digan que no, hasta los carabineros cantaron.
Sin embargo, mi momento favorito de los festivales de rock en Bogotá llegó varios años después cuando nuestro intento de banda había fracasado y mi guitarra era ya un mueble decorativo. En 2005, mi banda favorita, Desorden Público (Venezuela), volvía después de siete años de ausencia. Fue un reencuentro con la música con la que crecí en La Meca de siempre, y cuando entre por la calle 63, descubrí que yo ya era más alto y que ya no tenía que treparme sobre mi amigos para poder ver.
Recuerdo perfecto cuando salieron al escenario. Iban detrás de unas sombrillas de colores bailando rock steady con un redoble que anunciaba 40 minutos de epifanía. Horacio Blanco saludó, tiró la sombrilla al infinito y agarró su guitarra. El Desorden soltó una soberbia descarga de Ska latino-fusión que empezó con “Alla cayó” y pasó por todas y cada una de las canciones que telepáticamente les pedí que tocaran.
Después viví otros momentos, otras bandas, y otras músicas, pero ese día me reencontré con la felicidad simple que nos dio el rockal en octubres lluviosos y volví a abrazar a mi guitarra. Entre el Simon y la Media Torta vi a los Skatalites, canté con Panteón Rococó y la Severa, bailé sin parar con los Amigos Invisibles y Sidestepper y todavía quiero más.
Esa vida de muchos bogotanos, como yo, amarrrada a los recuerdos de Rock al Parque merece celebrar una y otra vez su cumpleaños, como lo hicieron cientos de miles el pasado fin de semana.
Quiero seguir siendo parte de una media torta soleada y un parque con lluvia, con edades diferentes pero sin dejar de adorar la música. Larga vida a Rock al Parque.