En el año 1967, tres primos palestinos, Yasser, Ghiath y Bashir –vestidos de saco y corbata en una temperatura de 40 grados centígrados– se aventuraron a regresar a sus antiguas casas de infancia, en el pueblo de Al-Ramla, desde donde veinte años atrás habían sido expulsados por fuerzas israelíes. Cuando Yasser toca la puerta de su antigua casa, una señora, entrada en sus cuarenta, sale a abrirle.
–Por favor, solo quiero ver la casa donde viví antes– exclamó cándidamente el inesperado visitante.
La sorprendida señora comienza a agitarse.
–Si no se retira de inmediato –le dice al muchacho en forma airada–, llamaré a la policía.
El joven Yasser terminó expulsado por segunda vez.
Ghiath, por su parte, es testigo, con lágrimas en sus ojos, de cómo su casa había sido convertida en un colegio. El rector del plantel los invita – a él y a sus dos primos– a una taza de té, y luego a hacer un recorrido por las instalaciones. Durante el recorrido, no se dejaban de oír los sollozos de un conmovido joven palestino, para quien, el más insignificante espacio del lugar le traía un inolvidable recuerdo de su niñez.
Cuando Bashir, el tercer primo, toca el timbre de su antigua puerta, lo recibe una mujer llamada Dalia Eshkenazi (joven judía de origen búlgaro), quien los invita a entrar a su casa, no antes de dudarlo por un buen rato. Dalia sabía quienes eran y que algún día vendrían –su lógica histórica se lo indicaba. Tenía claro que si les decía en ese momento que regresaran más tarde, no los volvería a ver; en el fondo ella añoraba este encuentro.
La osada aventura de los tres primos palestinos y el inusual encuentro de jóvenes en bandos opuestos, hacen parte del argumento principal del libro: El Árbol de Limón (The Lemon Tree en inglés) escrito por el periodista estadounidense Sandy Tolan. La obra ahonda en los intríngulis del conflicto árabe-palestino israelí, y en una peculiar y difícil amistad entre Dalia y Bashir, que supera barreras político-religiosas y logra perdurar, con muchos altibajos, por más de cuatro décadas.
Después de la triste experiencia de Yasser, a quien no se le permitió el acceso a su entorno de infancia, los jóvenes palestinos no podían creer que una mujer judía los invitara con palabras amables a entrar a su casa. De hecho, se quedaron paralizados en la entrada, dudando si la joven, en realidad, les había dicho que siguieran.
–Vamos– un convencido Bashir les decía a sus dos primos –, ella dijo que sí, que entráramos.
Dalia estaba consciente de que no era aconsejable tener a tres árabes en su casa, después de haber recién terminado la guerra de los Seis Días, entre árabes e israelíes. Sin embargo, la vulnerabilidad que transmitían los jóvenes le inspiraba confianza; ella sabía que no corría peligro. Al entrar, Bashir parecía haber caído en trance detallando cada rincón del lugar, su antiguo hogar, y, como una cámara fotográfica, capturaba cada espacio y objeto que veía.
Tiempo después, Bashir recordaría que Dalia les dijo: “Creo que ustedes se fueron cuando eran muy jóvenes; tal vez el mismo año que yo llegué”.
En ese momento, cuenta Bashir, él quiso explotar y gritar: NO NOS FUIMOS, NOS FORZARON A IRNOS. Sin embargo, esa versión era la que siempre le habían dado a Dalia desde niña a su llegada a Al-Ramla: que los palestinos habían salido despavoridos, abandonando sus casas. El encuentro continuó, por parte de Dalia, con un amable: “Ahora déjenme tratarlos como a mis invitados”, a lo cual, Bashir, desde sus adentros, replicó: ¿puede alguien ser un invitado a su propia casa?
La visita de los jóvenes terminó con los buenos propósitos de verse de nuevo en un futuro cercano.
–Cuando vengas a Ramallah –le dijo Bashir a Dalia al despedirse–, solo menciona mi nombre, todos me conocen en el pueblo, y te llevarán a mi casa. Ambos sabían que muchas preguntas quedaban pendientes por responder.
Unos cinco años antes de nacer Bashir, su padre -Ahmad Khairi- había sembrado un árbol de limón. El árbol, junto con el resto de su casa en proceso de construcción en Al-Ramla, significaba para los Khairis el inicio de una vida plena en una Palestina en paz. Corrían los años treinta. En el mes de julio del año 1948, un brutal desalojo por parte de fuerzas israelíes expulsó a toda la familia Khairi de Al-Ramla, junto con el resto de la población de ese lugar. Treinta mil personas se convertirían en prisioneros y refugiados en su propia tierra. En el mes de noviembre del año 1948, Dalia Eshkenazi y sus padres llagaban a ocupar la casa de la familia Khairi. Para la época, el clan árabe vivía en precarias condiciones como refugiados en Ramallah, una población a solo media hora de donde habían sido desterrados.
Unos años después, completamente ciego y con los achaques de su edad, el patriarca Ahmad Khairi, el hombre que había construido la casa de Al-Ramla con sus propias manos y sembrado el árbol de limón, fue traído a “contemplar” de nuevo su entrañable obra.
– El viejo abrazó las escarpadas paredes de la casa –dice Dalia– y preguntó si el árbol de limón aún estaba en el patio. Ahí lo llevamos y se detuvo silencioso delante de él. Lo acarició por un momento y lágrimas comenzaron a rodar por su cara.
Cuenta Dalia también que, cuando el señor Khairi caía en estados depresivos en Ramallah, donde vivía como refugiado, él sostenía en sus manos un arrugado y seco limón que había traído de recuerdo de la casa de Al-Ramla. El envolvente aroma que aún le quedaba al generoso fruto, de alguna forma le ayudaba al anciano a mitigar la insoportable y pesada nostalgia que siempre cargaba.
Después de la ocupación israelí, surgieron muchos grupos de resistencia por la recuperación del territorio palestino. Bashir Khairi se involucró en uno de esos movimientos y resultó implicado en un atentado con bomba a un supermercado en Jerusalén. Bashir terminó preso y condenado a pagar una pena de 15 años iniciando su reclusión en la cárcel de Ramallah. El inesperado hecho desilusionó mucho a Dalia, y su amistad con Bashir se deterioró por un buen tiempo. Con muchos sentimientos encontrados, Dalia heredó la casa del árbol de limón cuando sus padres fallecieron y tenía ella que decidir lo que se haría con el inmueble.
–¿Qué crees tú, Bashir, se debería a hacer con la casa? –le consultaba Dalia–. Tal vez venderla y que tu familia reciba el dinero.
– No, venderla, no –dijo Bashir–. Nuestro patrimonio no está para la venta. Quisiera que esta casa les diera felicidad a los niños árabes de Al- Ramla, la felicidad que yo no pude disfrutar. Quiero darles a ellos lo que yo perdí.
La casa del árbol de limón se convertiría en una institución preescolar para los niños árabes de Israel. Dalia y su esposo tenían otros planes, pero este era un buen comienzo. Hoy en día la vivienda es un emblemático recinto llamado La Casa Abierta, que promueve y estimula la coexistencia israelí-palestina a través de un sinnúmero de actividades y eventos. Por décadas, el árbol de limón vivió en los corazones de familias en bandos opuestos, hasta fenecer en el año 1998. Fue reemplazado por uno nuevo, sembrado por manos árabes israelíes, quienes tienen ahora una oportunidad para hacer un ejercicio de paz y entendimiento.
Marcelino Torrecilla N
Abu Dhabi, Emiratos Árabes
Referencias
Tolan, S. 2008.The Lemon Tree. Black Swan.