Santiago Mera fue declarado como el mejor soldado colombiano en el desierto del Sinaí, después de repeler un ataque de salteadores a un grupo de mujeres y niños. La emboscada, a Santiago, lo sorprendió solo, pero bien apertrechado.

Conocí a Santiago Mera en Colombia, mientras cursábamos el bachillerato, en grado ocho, y desde entonces hemos conservado una buena amistad, que nos reúne aquí en el Medio Oriente. Hoy viene Santiago a visitarme y despedirse, camino a Yemen, su nueva apuesta militar.

Estábamos ansiosos por ponernos al día y teníamos tantas cosas que recordar, que no sabíamos por donde empezar. En esta ocasión, y en forma espontánea, iniciamos con las aventuras de los años de colegio.

Te acordás, Chapinero –así me llamaban a mí en el colegio y a Santiago le decíamos Juanchito–  de Sabrina, la de los ataques de tos.
– Sí, claro –le respondí–. Su belleza se desmoronaba cuando le sobrevenía la ruidosa tos, tan estruendosa como inoportuna, y que nadie se aguantaba.
Solo te la aguantaste vos, rolo –me lo recordaba Santiago con una explosiva carcajada–, que como que le encontraste la cura; los yemeníes eran soldados valientes, pero sin experiencia, y eran presa fácil para los hijos de p…  de negro.

No comprendía la inesperada inclusión de Yemen en la conversación, por parte de Santiago, pero no quise, en ese momento, ni interrumpirlo ni interpelarlo.

Pero, contáme, Chapi ¿En qué quedaste con Sabrina, como que te contagió el catarro, parece? De nuevo explotaba su  carcajada, que quedaba resonando en la villa, y hacía que las aves del patio salieran espantadas con un ruidoso aleteo.

–Nos separamos porque descubrimos que teníamos muy pocas cosas en común, y nos dimos cuenta de que necesitábamos ser más predecibles el uno al otro; sabes, Juanchito, la tos nunca fue un inconveniente para el amor.

Yo en cambio –arrancaba Santiago con un tono melancólico– nunca ligué nada con ninguna muchacha, por lo andariego, vos sabés, nunca me quedaba mucho tiempo en un mismo lugar; el enemigo en Yemen vestía siempre de negro y eran unos hijos de p… sanguinarios, perdí la cuenta de cuántos bajé. ¡Marica!, si caías en las manos de los hijos de p… de negro estabas liquidado: ¡Halás, era el fin! me lo repetía hasta el cansancio; pero sabés, rolito, que no me lamento por mi soledad, el vacío humano ahora lo llenan dos mascoticas que tengo: un perro y una gata, que son mis mejores amigos y van siempre conmigo.

 –Y ¿Qué nombre les pusiste?
– A la gatica Salomé y al perrito Tony –me respondió con un tono paternal, como cuando uno, con orgullo, da los nombre de sus hijos–. Se van conmigo a Yemen –prosiguió entusiasmado–,  pero van a estar seguros, me están esperando en el aeropuerto; los hijos de p… de negro acaban de capturar a Ahmed, mi mejor amigo yemení; tal vez no lo maten enseguida por lo que él representa en la región, pero uno nunca sabe con esos desgraciados, como sea lo vamos a rescatar; oíme, Chapinero, y vos ¿Hace cuánto no vas a Colombia?
– Quince años, Santi, quince largos años –le respondí con un lastimero tono de nostalgia.

–Mucho tiempo, rolo mucho tiempo, tenés que ir a Colombia a recargarte, a que toqués un verdadero árbol, ver verde y sentir el olor de la lluvia y el calor de la gente; inteligencia ya ubicó a Ahmed, está en un edificio abandonado en las afueras de Saná; hoy estoy de francotirador, una de mis especialidades, y ya casi tengo en la mira a los dos guardias de la entrada, ¡pum! ¡pum! doy de baja a los dos y entramos todos en acción; sabemos el lugar exacto donde tienen a Ahmed, somos sigilosos y los silenciadores ayudan; subo un muro, ya los tengo en la mira a través de un tragaluz, los captores son dos y se ven cansados; por accidente hago un ruido y uno de los guardias mira hacia arriba, ¡pum! ¡pum! no les doy tiempo: soy certero nuevamente, pero uno alcanzó a herir a Ahmed, al parecer no de gravedad; lo cargo en mi espalda, SHUKRAN, SHUKRAN (GRACIAS, GRACIAS) no deja de decirme Ahmed en árabe mientras salimos rápidamente, antes de que les lleguen refuerzos; Ahmed está ahora salvo.


A medida que proseguía la conversación y los inesperados relatos, sentía que perdía a Santiago y que se me salía de las manos. No identificaba ahora, ni al amigo ni al soldado, su forma de hablar cambiaba y su lenguaje corporal ya no era predecible. Fue entonces cuando decidí intervenir.
–Óyeme, Juanchito, ¿Estás bien? ¿Qué te está pasando, mi hermano? –le pregunté con la voz de un padre a quien la angustia carcomía–. Me has estado hablando de Yemen como si ya hubieras estado allá, ¿Quién es Ahmed y quiénes son los hombres de negro?
 – ¿PERDÓN? –me respondió Santiago airado–  ¿De qué me habla el rolo? Pues, le respondo a la joya de Chapinero: nunca antes me había sentido tan bien, y nunca hablo de pendejadas que no conozco.

Desistí de más información. Estaba terriblemente confundido y comencé a temer, más bien, por mi propio estado mental. Aun así, mantuve mi compostura y seguí la conversación, intrigado ahora por saber cómo terminaría este extraño reencuentro.

–Relajáte, Chapi, relajáte, que estoy  bien –me dijo en un tono conciliador–. Mirá, antes de que se me olvide, tengo este sobre pa’ que se lo entregués a mi sobrina Berenice, que viene de Colombia la próxima semana; ya ella tiene tu dirección y te llamará antes. Le decís que lo abra solo cuando llegue de vuelta a Cali; me cuenta Ahmed que los hijos de p…  de negro ya me tienen en la mira por los golpes que les hemos dado, y saben que soy yo quien dirige las estrategias de combate. No me sorprende. Justo ayer pasó lo que siempre había temido: eran las 3 de la madrugada cuando…….

Santiago detuvo el último relato  y miró su reloj.
 –¡Voy tarde! –exclamó presuroso–. El bus al aeropuerto me recoge en quince minutos.
No podía esconder mi inmensa tristeza – y ahora preocupación– por la partida del entrañable  amigo.

–No te me pongás triste, Chapi, que a donde voy todo va estar bien. Ya vas a ver vos.

Nos unimos en un prolongado abrazo y luego él caminó hacia la puerta. A unos pocos centímetros del umbral, Santiago comenzó a levitar y dio un lento giro hacia donde yo me encontraba. Lo tenía ahora enfrente: iba con los ojos cerrados y un rostro tranquilo. Segundos después, lo vi desvanecerse en la blancura de un inmenso cielorraso. Me pareció luego oír de nuevo su estruendosa  carcajada y las aves del patio se volvieron a espantar.

Marcelino Torrecilla N (matorrecc@gmail.com)

Abu Dhabi mayo de 2017