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        En la calle, Bella y Diego saltaron de la dicha cuando sus padres, Ignacio y Beatriz, señalaron la casa que habían alquilado en Taksim Median, en el corazón de Estambul. El inmueble tenía un apacible frente de tonos claros, resguardado por un sauce con una hospitalaria sombra. La casa a todos los deslumbró, a pesar de la historia que de ella se contaba.

        —Es solo eso: una historia —desestimó el arrendador— de las tantas que se han escrito en Turquía y Medio Oriente. Cuenta ese relato que el primer arrendatario de esta propiedad fue un mago árabe llamado Muntsad Al Becci, a quien desalojaron tres meses después de haber tomado el alquiler. Había incumplido con su contrato de inquilino y tuvieron que sacarlo. Hubo revuelo y la intriga cundió, por lo que el ilusionista dijo el día del lanzamiento: «En esta casa solo podrán vivir gigantes como yo». Nadie entendió la afirmación del menudo personaje. No pasa nada con esa historia. Bienvenidos a Estambul y disfruten su estancia.

        Para los hermanos García Yilmaz, Bella de 11 y Diego de 9, estar en una casa donde había vivido un mago era de lo más emocionante.

       —¿Te imaginas, Diego? —dijo Bella agrandando sus ojos—. La casa debe tener muchos trucos escondidos, puertas secretas y cosas así, como de las que leemos en los cuentos de fantasía.

       —Sííí —respondió Diego—. Alguna vez leí que algunos magos son olvidadizos y dejan sus varitas mágicas por todas partes. Imagínate que nos encontremos una en esta casa. ¡Anda, hermanita, busquemos!

       —No, Diego, esos eran los magos de antes —afirmó Bella—. Los de ahora llevan la varita mágica en su dedo índice y, ¡zas! lo alargan para hacer los pases mágicos.

       —Umm, muy modernos esos magos –añadió Diego con un tono de incredulidad.

         Nada pasaba en la casa, pero los niños vivían con la ilusión de tropezarse con algo fantástico, digno de un lugar donde un mago había vivido. Por lo pronto, solo querían divertirse y crecer en su nuevo hogar, en la esquina de la avenida Zambak con la calle Istiklal, en Estambul.

* * *

        La competencia de quién crecía más rápido entre Bella y Diego era reñida, sin treguas ni claudicaciones. No fue por lo tanto inusual la escena de lágrimas de Diego una tarde, cuando le dijo a su papá que se estaba empequeñeciendo.

       —Créemelo, papá Ignacio, ¡me estoy empequeñeciendo!

       —Ay, Diego, ¿de dónde sacas tú esas cosas? —le preguntó Ignacio con un fingido tono de desaprobación.

        Diego tomó a su padre por la mano y lo llevó al cuarto que compartía con Bella.

      —Papá, mi cabeza estaba a nivel con esa rayita en la pared, y ahora la rayita está cuatro centímetros por encima de mi cabeza: si ves, me estoy empequeñeciendo. Lo mismo le pasa a Bella, y hasta peor.

      —Yo los veo igual —replicó Ignacio—, con la estatura ajustada a sus edades. Dejemos que su madre los mida.

       Beatriz tomó un metro de una gaveta e hizo que los niños se pararan contra una pared.

     —A ver, Bella mide un metro con… 52 centímetros, y Diego mide un metro con… 40 centímetros. Su padre tiene razón: sus estaturas se ajustan a sus edades.

        Una mirada casual llevó a Beatriz a observar el techo de la habitación y notar que algo extraño había pasado: se veía mucho más alto. Era muy buena observadora y ese no era el techo que ella había visto el día que visitó la casa por primera vez.

      —Niños, ustedes no se están empequeñeciendo: ¡la pared se está alargando! —dijo la sorprendida madre.

       Y a partir de ese día todo comenzó a crecer en la pequeña casa de Estambul. Los objetos y los lugares se volvieron inalcanzables. A papá Ignacio le tocaba subirse a un banco para llegar a sus corbatas en el closet, luego necesitó de una escalera; lo mismo le tocaba hacer a mamá Beatriz para abrir la puerta de la nevera. Había que dar muchos pasos para llegar a las habitaciones. Diego y Bella dejaron de jugar a las escondidas por temor a perderse, y el ladrido de su perro Urko lo oían muy lejos, en algún remoto lugar del patio.

      —Dice papá que el mago, el pequeño Muntsad Al Becci, el que vivió primero en esta casa, es un gigante en mutación, que ha comenzado su mudanza de vuelta. Hoy hizo su pase final de magia: ¡La casa se ha agrandado más y todo crece fuera de control!

       »Queremos salir. Hemos caminado por una hora y no vemos la puerta principal, la que lleva al sauce.

      —¡Llegamos por fin! —gritó Bella jadeante y miró la puerta de abajo a arriba, hasta donde su cuello le daba—. ¿Y ahora quién abre esta puerta tan, tan grande? Oímos a la distancia unos pasos… Retumbaban y retumbaban… cada vez más cerca.


Marcelino Torrecilla N (matorrec@yahoo.com)

Emiratos Árabes

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