Estambul, agosto de 2012

En la calle Önder, el restaurante Bósforo decía tener sus salidas de emergencias a través de espejos mágicos. Lo que para los adultos era otra forma más de llamar la atención, para los niños representaba una novedad que invitaba a la búsqueda y al juego.

Cargando bandejas de plata los camareros llegaron a la mesa 4, la de la familia Yilsat González, con humeantes exquisiteces de la cocina turca. El  aroma de guisos y asaduras estimulaba el apetito de los comensales, quienes no quitaban sus ojos de los bañados Köftes y las tiernas datlimayas. Los niños, por su parte, no dejaban de ver el espejo, en cuya superficie se leía: salida de emergencia.

«A ver si es verdad», dijo Manuela, de 8 años. Se acercó y presionó la fría superficie, pero nada sucedió.

Prueba tu, Diego, –le dijo Manuela a su hermano de 6–. Si tienes mejor suerte, yo voy y te busco.

El niño palpó el espejo por unos segundos, pero todo siguió igual.

No funciona así, niños, –retumbó la voz de uno de los meseros, Talal Saif, desde el fondo del salón–. Debe haber un gran fuego en este lado del espejo para que abra y puedan entrar.

– ¿Y podríamos hacer un gran fuego ahora?– dijo Manuela–.

La inocente ocurrencia desató explosivas risas de todos los presentes.

De su bolsillo derecho el mesero sacó un encendedor y lo prendió frente al vidrio.

Si ven –dijo –, no se refleja la llama; el otro lado del espejo es antifuego.

Buen truco– comentó Matías, el cabeza de familia de los Yilsats González.

Asombroso– reafirmó su esposa Margarita.

Es increíble de lo que se valen ahora estos comerciantes para atraer clientela– dijo Renato Ambrosio, un amigo de la casa que los acompañaba ese día.

Una vez se pasa al otro lado, uno viaja atrás en el tiempo; las cosas del pasado reciente se borran–, terminó así el mesero su descripción.

¿Y por qué sabe usted tanto? –preguntó Diego.

Ya he atravesado dos espejos– respondió Talal con un tono convincente.

Una estruendosa carcajada explotó en el recinto. Venía de Renato Ambrosio: «¡Caramba, y hasta tienen lunáticos bien entrenados para dar las explicaciones!». Las carcajadas volvieron a retumbar, y unos pájaros en un patio adjunto salieron espantados con un sonoro aleteo.

* * *

A Matías Yilsat y Renato Ambrosio les vibraron sus celulares en forma simultanea en sus oficinas de la calle Istiklal, en el distrito histórico de Estambul. Era un correo electrónico de sus bancos recordándoles la fecha limite para pagar, en su totalidad, la deuda de 300 mil dólares que había adquirido cada uno, unos meses atrás. No habría más prórrogas, y un nuevo incumplimiento «tendría graves consecuencias», terminaba diciendo el mensaje. En Turquía, lo anterior significaba una espantosa cárcel.

Ambos estaban relativamente tranquilos por la promesa de un salvavidas monetario que llegaría pronto de familiares y amigos en sus países de origen: Matías esperaba el rescate de Colombia y Renato de Italia. Para desazón de todos, la cantidad reunida fue exigua: ni siquiera llegaba a la mitad de una tercera parte del total a saldar.

Matías y Renato debían buscar una pronta ayuda por otros medios: el plazo para visitar el banco y pagar vencía en 72 horas. Una película de terror comenzó a rodar en las cabezas de los dos jóvenes ejecutivos, y un nudo en la garganta les dio su primer apretón.

–Tenemos que encontrar una salida– exclamó Renato angustiado.

Un préstamo a otro banco podría ser –dijo Matías –, pero nuestra historia crediticia quedó arruinada.

¿Un crowdfunding? –sugirió Renato.

No representamos ningún proyecto, somos– más bien– una maldita tragedia– dijo Matías, al borde de salirse de casillas.

Cuántos años de cárcel tendríamos que pagar –preguntó Renato, a punto de resquebrajarse, con las manos cubriendo su cara.

El mesero dijo que al otro lado del espejo el pasado reciente se borraba…– soltó Matías como hablando para él solo.

¿Perdón? ¿qué me quieres decir? –le interpeló Renato.

Te hablo del mesero en el restaurante Bósforo.

Ay, Matías, ¿y tú te creíste esa tonta historia?

Y a ti, Renato, ¿se te ocurre algo para salir de este lío? –le preguntó con dureza al amigo.

La respuesta fue un prolongado silencio.

No tenemos opción –concedió Renato–, pero acuérdate que debe haber un incendio para que los espejos se abran.

Podría hacer algo con unos cables, en algún lugar. –dijo Matías–. Sería un incidente de bajo impacto.

Esperemos que tu remedio no sea peor…– El comentario de Renato lo interrumpió una llamada a su celular.

* * *

Una noche de agosto reunió de nuevo a la familia Yilsat González y a su amigo Renato en el restaurante Bósforo, al sur de Estambul. Los niños traían un voraz apetito, y, como siempre, Margarita ordenó por todos.

Comenzaremos, señor Talal, con Köftes y datlimayas para los adultos. A los niños les trae dos döners, por favor.

Con todo gusto, doctora –respondió el camarero con la amabilidad de siempre.

Todos disfrutaban la ocasión, excepto Matías: una vieja incontinencia se “recrudeció” y lo obligaba a ir al baño con excesiva frecuencia.

El ambiente en el Bósforo no podía ser más plácido: los clientes departían entre risas y brindis, y la velada la amenizaban dos excelsos ejecutantes de laúdes y un bailarín de tanoura. La atmósfera la envolvía un delicioso aroma de sabores afrutados y aromáticas especias. Así marchaba todo, hasta el momento en que vieron a un cliente salir despavorido del baño gritando: ¡FUEGO! ¡FUEGO!

El humo y las llamas se esparcían rápidamente.

¡TODOS A LOS ESPEJOS!  ¡TODOS A LOS ESPEJOS! gritaban los meseros y los comensales acataban la orden.

Renato observaba –con asombro– a las personas, una a una, traspasar los vidrios.

¡Carajo, era cierto! exclamó, y luego corrió hacia el espejo por donde sus amigos ya habían salido. Fue el último en pasar.

El otro lado del espejo era una replica apacible del Bósforo: una realidad sin caos. El aromático y alegre ambiente del restaurante transcurría con toda la tranquilidad, y los laúdes continuaban sonando con su mismo virtuosismo y finura.

Lo primero que hicieron Renato y Matías fue revisar sus celulares. El calendario marcaba la fecha del día: agosto 8, de 2010. Habían regresado al pasado, a dos años atrás. La aplicación de su banco había desaparecido, al igual que el estresante correo de advertencia.

FUNCIONÓ

FUNCIONÓ

NO HAY DEUDA

gritaron ambos para sus adentros: debían contener su desbordada emoción.

Ahora solo quedaba pagar la cuenta.

LA CUENTA, LA CUENTA –gritó Renato–.

–¡Qué lentitud la de estos meseros! –exclamó todo arrogante.

Perdón, doctor, perdón. Aquí está.

Talal Saif le entregó la cuenta a Renato en una pequeña carpeta.

El rostro del camarero mostraba una sonrisa burlona.

 

Marcelino Torrecilla N (matorrecc@gmail.com)

Abu Dabi, Enero de 2019