Hay muros salvables, pero atravesados. Era esta la impresión que tenía un expatriado polaco llamado Karol Basik, residente en los Emiratos Árabes Unidos, en los años ochenta. Se preguntaba el señor Basik por qué las entradas a las habitaciones en las casas árabes –en la parte inferior– tenían un milimétrico muro, con el cual se tropezaba a todo momento. Ávido de una respuesta, se dio el varsoviano a la tarea de indagar el origen de la tenue elevación.

Un meditador de larga barba blanca que frecuentaba el parque de Al Zahiyah, en Abu Dabi, le contó la siguiente historia:

«Todo comenzó en el antiguo Omán –inició su relato el apacible hombre con voz profunda–, en la región de Salalah, al extremo sur, cerca de la frontera con Yemen. Muchos años atrás, para la época de invierno, a la comarca la azotaba una banda de ladrones que siempre se las arreglaba para robar, haciendo su entrada por los techos de las casas. Su exitosa vida criminal se le atribuía al somnífero efecto de unas esencias persas que usaban, para, en las noches, poner fuera de combate a lugareños y visitantes por igual. Nada parecía detenerlos, hasta que un aldeano sugirió que en todas las entradas de las habitaciones se construyera un milimétrico muro. Decía el aldeano: “La codicia de los ladrones por nuestras porcelanas será su perdición. Más temprano que tarde, en alguna noche, uno de los maleantes tropezará el diminuto muro, y el estruendo que haga será tan grande, que nos despertará a todos. Será ese el momento en el cual los atrapemos”».

«La estrategia tenía mucho sentido, ya que los ladrones apetecían las vajillas de porcelana y la cubertería de plata que los habitantes de esta comarca se daban el lujo de tener. La ingeniosa idea dio de inmediato los resultados que todos esperaban. Las noches y madrugadas de Salalah se llenaron de alborotos y escándalos por las capturas y los cientos de platos, cuchillos y cucharas que se oían caer, aun a kilómetros de distancia. Los ladrones eran hábiles en las alturas, pero torpes al andar, y el estallido de vajillas junto al estrépito de metales dejaron sin efecto a las cacareadas esencias persas».

«Todos los incidentes de robo eran muy sonados. En diez sucesivas madrugaras los lugareños atraparon a un buen número de malhechores; cayeron como ratones en trampa, y luego los aislaron en cárceles desierto adentro, para que no contaran a sus compinches la historia del enorme tropezón con el diminuto muro. Unos a uno, los pobladores aprehendieron a todos los maleantes, hasta llegar a 50».

«Gracias a la ingeniosa idea del diminuto muro, el pueblo no supo más de robos. Fueron esos los primeros y últimos ladrones de Salalah. Hoy las entradas a las habitaciones conservan los muros como un símbolo de ingenio y supervivencia. Son unos umbrales sobresalientes. Aquí termina mi relato».

El señor Basik no atinaba a pronunciar palabra alguna.

–Nunca esperé una historia como esta –dijo sorprendido. Es en realidad fascinante y seductora, gracias.

–Tenga en cuenta también –le recordó el viejo cuentero– la rica tradición oral de la cultura árabe. Esto quiere decir que va a encontrar más versiones de la historia, con desenlaces tan diferentes como inesperados.

¡No me diga! exclamó Karol Basik, con ojos que destellaban curiosidad. Para finalizar, el inquisitivo Karol quiso saber más acerca de su relator.

–Y ¿cómo se llama usted? –le preguntó.

–Soy el primer fabulador –respondió el hombre con su misma voz profunda, luego se puso de pie y desapareció en la oscuridad de un arbolado sendero.

Deseoso de saber más, el varsoviano buscó, por un buen tiempo, otras versiones de la historia por toda Abu Dabi. En cada parque encontraba a un cuentero que le refería una nueva e increíble versión, tal como lo había dicho el primer fabulador.

A medida que oía historias, de parque en parque, el narrador de turno era más joven. «La rica tradición oral árabe ha tenido un buen relevo generacional», pensó, con satisfacción. Con su curiosidad ahora satisfecha, Karol Basik dejó de oír historias, volvió a Varsovia, y después de un corto tiempo regresó a Abu Dabi.

Fue a los parques con el deseo de reencontrarse con sus amigos cuenteros, que tanto lo habían fascinado con sus narraciones. Para su desazón, no encontró a ninguno de ellos y nadie daba noticia de su paradero o existencia. Días después, desistió de su búsqueda.

Acerca de la rica tradición oral árabe, se enteró también que, en realidad, nunca hubo un relevo generacional, y era imposible encontrar hoy jóvenes que contaran historias de sus antepasados. Si esto que se decían era cierto, ¿quiénes fueron entonces los jóvenes que le narraron con gran sapiencia, las tantas versiones de la historia del diminuto muro?

Fue entonces cuando el viejo Basik se puso a cavilar:

«Creo que esto fue lo que sucedió: todos los cuenteros fueron apariciones. Desde el primero al último, el cuentero –viejo o joven– fue siempre el mismo. Se movió cronológicamente en forma inversa –del viejo, el primer fabulador, al joven– de parque en parque, hasta llegar a una versión adolescente. La versión obedecía al afán de rectificar el nunca llevado a cabo relevo generacional de la tradición oral árabe. Mi curiosidad era tal, que mi imaginación, o no sé qué, creó a unos asombrosos fabuladores, generosos en saciar mi sed de búsqueda. Todo fue una fantasía, que me convierte en un nuevo relator, con muchas historias que narrar. Soy desde hoy el cuentero de Varsovia».

Nunca más el varsoviano tuvo tropezón alguno.

Marcelino Torrecilla N. (matorrecc@gmail.com)

Abu Dabi, Marzo de 2019

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