En algún paraje del desierto arábigo, la conversación entre reyes, emires y sultanes giraba alrededor de las proezas deportivas que sus pueblos habían realizado a través de los tiempos.

—En justas equinas —afirmaba el rey Ahmed— la fortaleza del caballo era la clave, y los mejores corceles venían de Najd, en el centro de Arabia. Continúan siendo, los de Najd, los mejores competidores en el mundo árabe y más allá de sus fronteras.

—La rapidez y el certero golpe de garra de nuestros halcones —decía el emir Abdulrahman— han sido nuestras grandes fortalezas. En el arte de la cetrería hemos derrotado siempre a nuestros rivales en el Golfo Arábigo.

—Por nuestra parte —decía el sultán Rashed— fuimos imbatibles en una competencia que se llamaba polvres. El reto consistía en pulverizar, con el tajo de una daga, un pesado saco de arena que colgaba de una viga. La competencia hacía alusión a cómo la vida puede terminar en un segundo y de un tajo: polvo eres.

»En nuestro caso, la clave del éxito estaba en qué tan bien afilada estuviese la hoja de la legendaria arma, y a cargo de esa tarea se encontraba el limpiador de la daga. Los limpiadores de dagas eran seres excepcionales, con la destreza de frotar con sus manos los filosos bordes con una tela de pashmina. Sus prodigiosas manos, arropando los dos lados de la hoja, la recorrían en forma rítmica, de arriba abajo, en rutinas que duraban horas. La trasparente tela de pashmina nunca se rasgaba, y las manos del limpiador salían siempre ilesas. Lo que estos hombres hacían era un acto de ilusión sin par conocido.

»Eran estas rutinas de pulimento las que daban a las dagas el poder de un filo que se requería en las competencias, y eran los limpiadores de dagas los únicos que las podían realizar. Nunca nadie ha podido descifrar su arte y habilidad. Algunos dicen que ellos no tocaban los bordes, aunque el apretón sobre la hoja era evidente. Otros afirman que mano y daga se hermanaban para crear una armoniosa fricción de metal sobre metal. Las conjeturas, al respecto, abundan.

»Cuentan las leyendas que, desencantados, los limpiadores de dagas dejaron de participar en los duelos de polvres, por las artimañas a las que otros competidores recurrían para ponerlos a ellos fuera de competencia. La envidia a muchos consumía, ya que las dagas de los legendarios limpiadores requerían solo de un tajo para pulverizar el compacto saco. Las de sus competidores necesitaban dos intentos para lograr el cometido. Un día cualquiera no se supo más de ellos. Algunos se internaron en las profundidades del desierto de Omán, y una buena parte se recluyó en las montañas de Afganistán.

»Se me ha encomendado la misión de traer de vuelta a los limpiadores de dagas, a tantos como podamos. La raíz de su estirpe está sembrada en nuestro sultanato, y queremos que ella resurja. Los extrañamos, así́ como extrañamos las victorias que nos deparaban. Ya hemos hecho una convocatoria que durará el tiempo que sea necesario, y que abarca todo el Medio Oriente y el sur Asia. A los que regresen, los acogeremos y remuneraremos en abundancia.

La convocatoria duró un año. Un corto tiempo después, el Sultán Rashed, en su sultanato de Kerman, inició la etapa de selección de aspirantes.

El llamado reunió a un variado grupo, 861 hombres en total, en el que iban desde estrafalarios charlatanes, pasando por ávidos simuladores, hasta llegar a desapercibidos sabios.

Todos debían demostrar con sus manos la habilidad de pulir una filosa daga sin causarse herida alguna.

No faltaron, como era de esperar, las trampas y los artificios. Los engaños iban desde mágicos guantes invisibles, que los jueces develaban con tinta de sepia, hasta prodigiosas ceras persas que se untaban en las manos, las cuales se derretían en el inclemente sol del desierto de Kerman.

Mucha sangre brotó de las necias manos, a excepción de las de dos participantes que permanecían indemnes. Ante una multitud, los dos restantes competidores repetían las rutinas de frotamiento sobre la filosa hoja y luego mostraban sus manos en señal de triunfo.

Solo les quedaba pasar la prueba final. Para esta fase se escogió al guerrero de Kerman con las manos más fuertes, y sería este quien hiciese el frotamiento sobre la mano de cada uno de los dos contendientes. La ejecución de limpieza tendría ahora una fuerza descomunal. Los dos participantes tuvieron una hora de descanso antes de iniciar la demostración, tiempo que la gente aprovechó para hacer especulaciones y pronósticos.

—Los dos son unos impostores y su sangre correrá́ —afirmaban algunos.

—Ambos son auténticos y victorias nos traerán —aseguraban otros.

—El viejo es el limpiador de dagas —decía con firmeza una anciana beduina, que parecía conocerlos.

—El joven no se presentará. De hecho, ya partió —terminaba afirmando la encorvada mujer.

***

El momento decisivo llegó. La mano de uno de los finalistas (la del viejo, llamado Ebrahim) descansaba sobre uno de los filos de una daga, y el guerrero, con sus fornidas manos, comenzaba a arroparla. El hércules de Kerman apretó con más fuerza para iniciar la rutina de limpieza, daga arriba. Segundos después se oyó́ un gemido, y al gemido siguió un intenso hilo de sangre que en segundos empapó la fina tela de pashmina. Ebrahim no era más que otro hábil impostor.

La única esperanza en encontrar al limpiador de dagas se encarnaba en Abdul Aziz, un hombre de 35 años que venía de Afganistán y era habitante de la montaña de Noshaq.

El ritual se repetía: la mano de Abdul Aziz descansaba sobre la tela de pashmina, que cubría una filosa daga. Sobre la mano de Abdul Aziz, estaba la mano de ahora un furioso guerrero, que no escondía su ira por la patraña del farsante anterior.

Muy a pesar del agobiante momento, Abdul Aziz permanecía tranquilo. Para esta ocasión, el guerrero inició la rutina con toda su fuerza y llevó la mano de Abdul Aziz daga arriba de un solo envión. Luego la bajó con la misma fortaleza y brío. Recorrió el afilado borde 25 veces, 12 de subida y 13 de bajada. El rostro de Abdul Aziz seguía inalterado como la palma de su mano.

El guerrero puso luego la mano de Abdul Aziz sobre el otro borde de la daga e inició la misma rutina, que no desfallecía en rigor ni fuerza. Esta vez fueron 40 recorridos, los cuales realizó el hercúleo soldado hasta el cansancio. Agotado y convencido, el sudoroso militar le hizo una venia al (ahora sí) auténtico limpiador de dagas, en señal de respeto y admiración. Acto seguido, Abdul Aziz levantó su mano, empuñó la daga, y apuntó al centro de un inmenso saco de arena que colgaba de una viga. La afilada hoja penetró sin interrupción la compacta superficie y pulverizó el saco de un sonoro tajo. Un retumbante desplome de arena se desparramó, y el costal quedó vacío en segundos.

«¡Polvres!, ¡polvres!», gritó una conmovida multitud ante la magistral ejecución que, junto a su etapa preliminar, escenificó un acto de inmensa fantasía nunca visto en todo el Medio Oriente.

Desde lo profundo de una montaña, Abdul Aziz trajo de nuevo gloria a un olvidado sultanato en el sur del Golfo Arábigo. De su excelsa estirpe, era él el último que quedaba.

Marcelino Torrecilla N

Abu Dabi, EAU

El limpiador de dagas (Reedición)