¡Dios mío! —exclamó Hortensia—.  Es febrero y no hemos quitado el árbol de Navidad.

—De solo pensar que son: ¿cuántas piezas?, amor, le preguntó Ramiro a su mujer.

—Quinientas entre ramas y bolas —respondió Hortensia. Es un árbol de uno metro noventa.

—No lo quitemos —dijo Ramiro. Que se quede todo el año: no tenemos tiempo ni disposición.

— Estas loco, Ramiro. Lo que van a decir nuestras amistades.

—¿Cuáles amistades, Hortensia? Todos nuestros amigos cristianos se han ido de Abu Dhabi.

—Tienes razón —dijo su mujer—.  ¡Qué alivio! No tener que quitar el árbol. A mi no me importa que en mi sala todo el año sea Navidad.

***

— ¡No puede ser! —exclamó Hortensia—. Me acaba de llegar un correo del nuevo párroco. Me pide prestado el apartamento para reunirnos con unos curas filipinos. Tenemos que quitar el árbol. ¡¿Qué dirán los sacerdotes?!

—No — dijo Ramiro—. Ya decidimos: queremos que sea Navidad todo el año. Hay que pensar en algo. Claro: cerramos la sala-comedor y le decimos a los curas que le estamos haciendo arreglos, cambiando el piso, pintando, y hasta nos inventamos unos trabajadores.

—¿Cómo? —preguntó Hortensia.

—Se me ocurre…—dijo Ramiro—. Ya: ponemos una grabación de sonidos: martilleo y voces.

***

El nuevo párroco, Euclides Ávila —de setenta y ocho años, y voluminoso en talla— llega al apartamento de la señora Hortensia de Ramírez en Abu Dhabi, Emiratos Árabes.

— Bienvenido, padre Euclides —le dice la anfitriona—. Bueno, a Abu Dhabi y a mi apartamento.

— Gracias, señora de Ramírez.

— ¿Y cómo le ha parecido la ciudad? —le preguntó la dueña de casa.

— Muy bella. Me ha impresionado su limpieza.

—Tuve la misma sensación cuando llegué, padre. Es una tacita de plata.

  Gracias por su amabilidad, señora Hortensia y hacer posible esta reunión.

— Con mucho gusto, padre. No es inconveniente para mí. En mi apartamento hacemos las reuniones de la comunidad latina.

— Si, ya he oído que es usted una excelente anfitriona —dijo el religioso—. Sus deliciosos sancochos tienen fama en toda Abu Dhabi. Bueno, señora Hortensia, la pongo al tanto con lo de la reunión. Acabo de recibir un wasap de los padres filipinos; llegarán tarde: están enredados con otros asuntos. Los voy a llamar. Ese ruido…

— Mis disculpas, padre—dijo Hortensia—. Tenemos a unos trabajadores en la sala-comedor haciéndonos unos arreglos.

— Si, lo noté al entrar. —dijo el cura—. El martilleo es intenso.

— Y eso que la puerta esta cerrada; ¿se imagina si no? —añadió Hortensia—. Venga y nos hacemos en el estudio, que es amplio y se presta para conversar. Podrá hacer la llamada con tranquilidad. A propósito, aquí almorzaremos.

— ¡Ay! Tan querida usted, doña Hortensia —le dijo el párroco con una voz dulcificada.

— Hablando de Abu Dhabi —continuó el sacerdote— antes de venir, me decían que hay gente de todo el mundo, y lo comprobé en estos días: vi que el maletero que me ayudó con mi equipaje era sudanés, el taxista que me trajo era indio, la empleada en un almacén donde fui era rusa; y le agrego: el guardia de seguridad de la parroquia es afgano; ¡que diversidad! Al llegar me dije: este es mi ambiente porque me encanta conocer personas de todas partes.

—Señora Hortensia —dijo el cura—. Solo por curiosidad: de dónde son los trabajadores que le están haciendo los arreglos.

—¿Perdón, señor? —preguntó Hortensia.

—Digo — dijo el sacerdote—. Los trabajadores en la sala-comedor, ¿de dónde son?

— De Nepal, padre —respondió Hortensia sin dudar.

—¡No me diga! —exclamó el párroco—. A Nepal voy con los curas filipinos estas vacaciones de primavera. Katmandú, la capital, está a solo cuatro horas de Abu Dhabi.

—Buen destino, padre —dijo Hortensia—. Dicen que es bello y económico.

—¿Tendría usted algún inconveniente en presentármelos? —preguntó el cura.

— ¿A quién, padre? —. Pregunto la anfitriona, “confusa”.

— A los trabajadores nepalíes. Para mí sería toda una experiencia conocerlos.

— Para nada, padre, para nada —respondió Hortensia—. Ya se los traigo.

¿Y ahora de dónde saco unos trabajadores nepalíes? se preguntó Hortencia. Ya: ¡Ramiro! exclamó para sus adentros.

Llama a su esposo al trabajo y lo pone al tanto.

—Así es, Ramiro —le dijo—: vas a pasar por un trabajador nepalí. Tú con ese rostro de oriental no tienes que esforzarte. Te dejé en el comedor el peor jean que tienes y la camiseta del agujero, con la que haces ejercicio. Pones una cara de pendejo, no hablas inglés; mejor dicho, eres casi mudo. ¿Entendido?

—Si, amor —respondió el marido—: seré como… una momia.

— Cuando estés listo, me mandas un wasap y te recojo en el comedor.

De vuelta al estudio con el padre Euclides.

— Listo, padre. Apenas terminen de recoger sus herramientas, se los traigo.

—¡Genial! Exclamó el cura con el entusiasmo de un niño.

Suena un ‘wasap’

—Debe ser la señora que me ayuda con la limpieza —dijo Hortensia—, para confirmarme si viene mañana.

— Déjeme ver, padre. Ya deben estar listos.

Pasan unos minutos. El cura se distrae dándole un vistazo a la biblioteca del estudio.

— Pues mire, padre —dijo Horetensia, al volver— los tres que hablaban inglés tuvieron que irse a hacer vueltas de papeles; solo quedó este (Hortensia le hace una señal al “nepalí” para que entre al estudio), que tiene una cara de perdido, y de no saber dónde está parado.

—No crea, doña Hortensia —dijo el cura—. Esos con cara de pendejo son los más listos. Por lo general terminan casándose con la más guapa del barrio.

—¿Verdad, padre? —dijo Hortensia, sonrojada—. Pero no sé qué tanto le podrá entender: escasamente hablará su idioma este señor.

—No se preocupe, señora Hortensia. Va a ser una de esas comunicaciones no verbales y de frases.

¡Eh! Pero mire usted —dijo el sacerdote—. Qué mal trajeados andan estos obreros. Los veo también en la parroquia. Deberían ponerse algo digno para trabajar. Aprovecho y le regalo una muda de ropa a este señor. Se ve tan pálido y decaído; pobre hombre.

—Pues le cuento, Hortensia, —prosiguió el cura— que yo me sé una que otra frasecita en nepalí, que es el idioma de ellos. Le voy a preguntar algo:

Tapā’ī nēpālakō kuna bhāgabāṭa hunuhuncha?

—Creo que no le entendió, padre— dijo Hortensia—. Mire: se puso más pálido. ¿Qué le preguntó?

—Le pregunté de qué parte de Nepal es él —le respondió el sacerdote a la dueña de casa.

—Le repito la pregunta al señor —dijo el padre—: Tapā’ī nēpālakō kuna bhāgabāṭa hunuhuncha?

Bishwakarmaritesh —respondió el “nepalí”.

—Si ve, Hortensia. No es tonto, solo algo lento —dijo el padre—. Pero ese lugar que dijo: Bishwakar…no lo ubico.

Bishwakarmaritesh, Bishwakarmaritesh —repitió el “nepalí”.

— Déjeme y lo apunto —dijo el padre—. Bishwa

Bishwakarmaritesh, Bishwakarmaritesh— volvió a decir el “nepalí”.

—Eso: Bishwakarmaritesh— dijo el cura—. Por fin lo pude anotar: Bishwakarmaritesh. ¡Qué nombrecito carajo!

Suena el timbre

—Deben ser los padres filipinos— dijo Hortensia.

—Adios, mister, adios, se despidió el cura del ‘nepalí’, agitando sus manos.

Se fueron los sacerdotes…

—Bueno, creo que no nos fue tan mal con los reverendos… —dijo Hortensia, relajada. A todas estas, Ramiro, de dónde salió el tal Bishwa… ¿Dónde carajo está eso?

Bishwakarmaritesh —dijo el marido—. En realidad, es el nombre y apellido de un colega nepalí; los uní invertidos, en una palabra. Fue lo único que se me ocurrió. El padre se va a enloquecer buscando ese lugar en Internet.

Días después…

¡No puede ser! —exclamó Hortensia—. ¡Ay!, Ramiro, publicaste la foto de la fiesta latina en el Facebook, donde estamos los dos apapachados.  Se me olvidó decirte que el padre Euclides está en el grupo. Oye el mensaje que me escribió:

Saludos, doña Hortensia.

Ya veo que hizo buenas migas con el señor nepalí. Se lo dije: se llevan a las más guapas. Jejeje.

(El tiempo vuela)

 ¡Ya es noviembre! —exclamó Hortensia—. Falta solo un mes para la Navidad.

Marcelino Torrecilla Navarro

(matorrec@yahoo.com)

Abu Dhabi, febrero de 2023.