Existen muchas razones para convertirse en emprendedor.
A mí, sin imaginarlo, me llegó la oportunidad por primera vez hace once años en una tarde de febrero cuando mi papá murió y yo parecía ser la más indicada para hacerme cargo de su agencia de seguros.
Recuerdo que en ese momento estaba recién empezando mi vida profesional como empleada, y no tenía mucha idea de qué rumbo quería tomar. En esa época, lo único que deseaba era vestirme de sastre y tacones, escalar en el organigrama y llegar a una posición alta dentro de la compañía en la que ya trabajaba.
Ese proyecto cambió literalmente de un día para otro.
Hacerme cargo de la agencia de mi papá era un desafío grande. Fue una sensación agridulce. Puedo verme aún conduciendo su auto de camino a visitar a alguno de sus clientes, mientras con lágrimas en la cara y el corazón roto escuchaba ‘La gota fría’ de Carlos Vives, que era su canción favorita del momento. Cada vez que visitaba alguno de sus clientes sentía un orgullo enorme por lo que él había logrado construir como emprendedor a lo largo de su vida. No estoy hablando de sus éxitos económicos, hablo de los clientes que se volvieron familia, de los vínculos inquebrantables que nacieron con muchas personas cuando él estuvo ahí para asistirlos en momentos de dificultad. Cuando sus patrimonios estuvieron en riesgo y él, a través de su trabajo, pudo contribuir para hacer más llevadero el difícil momento.
Un par de años después, más madura, llena de aprendizajes y experiencias, entendí que esa agencia había sido su vida y que yo debía hacer la mía. Me fui y me aventuré a vivir en otros países, en donde vestida de sastre y tacones completé un poco más de diez años de vida corporativa entre recursos humanos y headhunters.
Me gusta pensar que muy en el fondo uno siempre sabe lo que quiere, aunque cueste reconocerlo. La mayoría de las veces son los miedos, las creencias limitantes y sobre todo el temor al fracaso lo que no nos permite abrir esas puertas a mundos desconocidos, sin llegar a imaginarnos todo lo que nos estamos perdiendo.
Hace un poco más de un año volví a sentir el llamado. Siempre estuvo ahí pero no quise escuchar, tenía miedo de escuchar. Ese día, mientras conducía y me perdía profundamente en mis pensamientos, me preguntaba si el trabajo que tenía me permitía vivir de acuerdo con el propósito de mi vida. Impactar a otros positivamente, empoderarlos. La respuesta fue negativa por supuesto, de lo contrario, no estaría aquí escribiendo esta historia.
Recordé lo bien que se siente contribuir a la vida de otros, facilitar una solución a sus problemas y, sobre todo, ser artífice del éxito de tu propia empresa. Con muchas dudas, temor al fracaso y sin saber por dónde empezar, recordé que, así como hace unos años atrás en los días de la agencia, éste sería un camino de aprendizaje constante, de pequeños logros en el día a día, de muchos desafíos, altibajos y sobre todo persistencia.
¿Y entonces, uno nace o se hace? Estoy segura de que muchos nacen emprendedores, llevan ese fuego por dentro desde sus primeros días y muchos otros, como yo, descubrimos este camino paso a paso. Lo que me ha permitido entender la vida del emprendimiento es que todos tenemos el deber de compartir nuestros talentos, todos tenemos el potencial para contribuir a la vida de otras personas, hacer comunidad.
Si aún dudas de tu fuego interno o si estás analizando tus pasos, ten siempre presente que tu servicio o producto, junto con tus experiencias y conocimientos, puede ayudar a cambiar la vida de alguien o resolver un problema, y solo eso ya habrá valido la pena.