Ese día era el reinado de belleza de Quinto A, el último año de primaria. Recuerdo que, tras varias semanas de preparación, por fin había llegado el día, todas corríamos de arriba a abajo, preparando nuestros vestidos y ensayando peinados. Cada candidata, junto con su delegación de fans, deseaba conquistar la corona. No recuerdo cuántas nos habíamos registrado para participar, pero me acuerdo muy bien que ese año me correspondió a mí la corona, fue muy emocionante, pero lo que pasó después fue aún mejor.
En medio de la celebración, se me acercó ella, la niña que siempre ocupaba el primer puesto en el cuadro de honor, la que izaba bandera por excelencia académica todos los años, la que siempre estaba perfectamente peinada y tenía sus cuadernos en orden. Debo aclarar que mi nombre nunca apareció en los primeros puestos del cuadro de honor, y que las pocas veces que icé bandera lo hice por recitar poesías, hacer bailes o cantar, y que mi maravillosa profesora, de ojos verdes de quinto de primaria, fue quien me peinó muchas veces en las mañanas. Así y todo, la única distancia que había entre las dos solo existía en el cuadro de honor.
Ese día ella mencionó claramente que yo no había ganado el concurso por ser bonita, si no por que yo era “buena gente”. Recuerdo que su comentario me confundió; ¿Acaso era un concurso de simpatía y yo no lo sabía? ¿Debía agradecer sus palabras o enojarme? Aún me da risa pensar en este momento, pero la realidad es que después de un tiempo su mensaje me llegó directo al corazón. Entendí que ese día gané por el cariño de la gente, y que ese momento de alegría se había construido gracias a ellas y con ellas; que tener esa corona de cartulina con escarcha morada en mi cabeza era un reconocimiento a la belleza interior que todos tenemos.
Con el tiempo agradecí y sigo agradeciendo ese comentario. Ella, sin saberlo, ese día me enseñó algo muy valioso: que las palabras que decimos pueden calarse en lo más profundo de quien las escucha y sobreviven al tiempo. Palabras que generan alegrías o tristezas, seguridad o desconfianza, empoderan o destruyen, ahí están. Todos las llevamos adentro y automáticamente nuestra memoria las reproduce una y otra vez.
Hoy quiero que sepas que siempre tendremos la posibilidad de resignificar nuestras experiencias, de hacer las paces con las palabras y memorias que nos han perturbado. Estoy segura de que al crítico voraz y al genio de Aladino que todos llevamos dentro les gusta alimentarse de esos comentarios del pasado. Así es, todos tenemos ese crítico despiadado que no nos permite dar pasos con firmeza en el mundo, pero también tenemos ese genio de la lámpara mágica que, con tan solo recordar las coronas de cartulina con escarcha morada, despierta de su sueño profundo para llevarnos a volar y descubrir lugares que nunca hubiéramos imaginado.