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Me gusta imaginar que voy conduciendo un auto y que lo que veo a través del vidrio panorámico es mi futuro. Es paradójico porque, aunque tenga un campo de visibilidad muy amplio, siempre será una carretera desconocida que pondrá a prueba mis habilidades de conducción. Así que siempre voy lista para recorrer rutas estrechas, con huecos y donde no hay mucho espacio para maniobrar. Sé que si me encontrara en medio del tráfico lento, un poco de neblina y otros obstáculos, me asustaría y pensaría que estoy perdida, pero sabría que no tendría más opción que acelerar. También es posible que me encuentre conduciendo en autopistas que requieran que lleve al límite el motor del auto, me sienta dueña de la carretera y eso haga que la adrenalina invada mi cuerpo y, por supuesto, me sienta imparable.

Sea lo que sea, siempre tendré que recorrer subidas y bajadas. Siempre será un terreno incierto, en donde lo único que está en mi control es hundir mi pie en el acelerador para recorrerlo.

Por otro lado, lo que veo en el retrovisor son destellos de eventos pasados, esas cosas que no me abandonan, muchas me recuerdan de dónde vengo y, por supuesto, el camino que he recorrido. A menudo se asoman momentos, personas, memorias felices y otras dolorosas, pero solo por instantes, pues ese camino ya ha sido recorrido y dadas las características del viaje no hay forma de volverlo a recorrer. Si algo he aprendido, es que uno de los secretos para conducir adecuadamente es dejar ir, saber dejar atrás.

Mientras conduzco en el presente, el “aquí y ahora”, hago todo lo posible por prestar mucha atención al sonido del motor. Tengo una mano puesta en la barra de cambios y la otra en el timón, pues soy solamente yo, quien decide cuándo es hora de cambiar la dirección. Mientras eso pasa, me aseguro de seleccionar una banda sonora que me haga el viaje lo más placentero posible, pongo la música en un volumen alto para así mantenerme despierta y energizada. Muchas veces esa música me hace sonreír, otras veces llorar, pero siempre, sin importar las circunstancias, me animo a cantar. Presto atención a la temperatura dentro del auto, la modifico si es necesario, y siento ese olor delicioso a vainilla desde la comodidad de la silla en la que viajo.

Por supuesto que no voy sola en este recorrido, mis invitados recurrentes son, el miedo, la gratitud, la compasión y el amor. ¿El miedo? Sí, ¡descubrí que era necesario hacernos amigos! Muchos colegas sugieren dejar de sentirlo, o vivir sin él, ¡nada más irreal que eso desde mi perspectiva! Considero que es mejor tenerlo cerca, reconocerlo, aceptarlo y nombrarlo, pues es así como finalmente se puede regular. El miedo es evolutivo, nos mantiene alerta, pero no necesariamente debemos dejarlo conducir el auto. El mío va de copiloto y cuando quiere tomar control, lo desafío. La mayoría de las veces hago justamente lo opuesto a lo que quiere que yo haga, y así me acompaña en mi camino, pero conoce bien su lugar.

¿Te has encontrado en situaciones donde manejas la mayoría del tiempo mirando al retrovisor? Nada más peligroso y triste que esto, pues te hace ausente de tu “aquí y ahora”, te roba muchas realidades. Así mismo, estar enfocado solamente en mirar hacia la carretera, a través del panorámico, mientras te preocupas por todos esos eventos inciertos del futuro, es lo que te genera ansiedades innecesarias.

Por eso, enfócate en tu presente, asegúrate de disfrutar el camino, tu proceso. No olvides quién está detrás del volante, pues por más empinada y difícil que parezca la carretera eres solamente tú quien puede hundir el pie en el acelerador.