Después de un par de semanas de escribir desde otros lugares, hoy estoy de regreso al café en donde me senté por primera vez a escribir este blog.

Es un lugar con mucha magia. Ninguna de sus mesas hace juego con sus sillas, la vajilla es antigua, de esas de porcelana con flores y adornos dorados pintados a mano. En general, la decoración es sencilla y al mismo tiempo ecléctica.

Todos los jueves, me pongo cita con mi creatividad a la misma hora, en la misma mesa, para tomarme el mismo chai latte con leche de almendras, mientras escucho la lista de música que creé especialmente para este propósito. Vengo con tanta frecuencia, que las personas que trabajan en el café ya me conocen, saben de memoria lo que tomo, me sorprenden con uno que otro pastel nuevo que han agregado en el menú o algún pedazo de fruta y hasta me han celebrado mi cumpleaños. ¡Siento que pertenezco a este lugar!

Después de muchos años ya no me siento extraña, me di a la tarea de encontrarme conmigo misma y así, también, encontré mi lugar. Sin embargo, no fue así siempre.

He sido migrante más de la mitad de mi vida, he vivido en diferentes latitudes del mundo. Por mucho tiempo me sentí identificada con el título de la canción de Facundo Cabral No soy de aquí, ni soy de allá, siempre encontré diversas razones para reafirmar esta historia que sutilmente me contaba y que, al mismo tiempo, me alejaba de la posibilidad de sentirme pertenecer a ese nuevo territorio y en consecuencia, reforzaba esa identidad de la eterna foránea. Cosas como mi acento, mi tono de piel, el color de mi cabello, mis 1.57 cm de estatura, el volumen de mi voz y mi risa, me recordaban a diario de donde venía y lo diferente que me veía.

Creo que la incapacidad de desarrollar un sentimiento de pertenencia no está ligado al hecho de que nos veamos o sonemos diferente al resto de la población, ese no es el verdadero desafío que enfrentamos como migrantes.

Pienso que la dificultad real está en no reconocernos a nosotros mismos en ese nuevo contexto, pues sin darnos cuenta, cuando nos miramos al espejo, lo único que vemos son nuestras viejas ideas, creencias y expectativas. Estamos muy apegados a la versión antigua de nosotros mismos, dificultando así el proceso de dar la bienvenida a nuestra nueva identidad. ¿Vieja y nueva identidad? Sí, ¡estamos en constante cambio! Tal vez no nos damos cuenta o nos incomoda pensarlo, pero, con seguridad, no somos los mismos que éramos hace un año o tan solo unos días atrás.

Cuando aceptamos esa nueva versión de nosotros mismos también elegimos contarnos nuevas historias, caminamos libremente bajo la premisa de poder diseñar la vida desde una perspectiva diferente, tenemos más apertura, los miedos cambian y aparecen nuevos desafíos. Nos damos cuenta de quiénes somos, sabemos lo que queremos, reconocemos lo que hemos logrado e identificamos de qué estamos hechos… Ya no nos sentimos extraños y aprendemos que, sin importar de dónde hayamos venido, aquí y allá pertenecemos.