Un camino de cintas blancas y azules señala desde muy temprano la ruta que seguirá la Virgen del Rosario, por las calles de Valledupar. Es una tradición cada 29 de abril. Las familias de las casas por donde la procesión irá pasando preparan altares con ofrendas que recibirán bendiciones al paso de la Virgen.

El ritual tradicional, el que conmemora la Leyenda Vallenata, comienza a las 8 de la mañana con una misa dedicada totalmente a alabar a María.

“Es María la blanca paloma”, cantan adentro de la catedral los que llegaron primero, la ceremonia se escucha por toda la cuadra alrededor, donde personas vestidas de indios (algunos con atuendos completos, otros con simple bata blanca y cinta roja en la frente) esperan la salida de la procesión. Afuera es difícil concentrarse, hay vendedores de souvenirs, de helados, de jugos, de arepas, de ofrendas, madres acomodándoles las cintas a los niños, pequeños agotados del calor. Es la única hora y el único lugar de Valledupar durante el Festival en el que no hay cupo para los acordeones (claro, excepto los pequeños souvenirs que ofrecen los vendedores).

Afuera, también, las monjitas clarisas venden figuritas de pan. A 500, mil y dos mil pesos. Algunas tienen formas de iguana, otras de tortuga, otros panes adoptan formas un poco más religiosas: el Sagrado Corazón de Jesús, por ejemplo. “Es pan aliñado –dice una tímida monjita que al principio no quiere salir en las fotos-. Se prepara el día anterior. Lo hacemos nosotras”.

Pregunto, por qué iguanas y tortugas. “Es tradición”, responde alguien. La tradición a veces desgasta el significado inicial de las cosas. Cinco años atrás, presencié esta procesión por primera vez y ese día la preocupación era esclarecer si la gente se sabía la leyenda. Pocos la relataron como era. Esta vez no fue diferente.

Se remota a una contienda entre indios tupes y españoles. En la que la Virgen rescató milagrosamente a los españoles de morir en dos ocasiones.  La primera vez, bajo el fuego que desataron los indios en la población y la segunda, del agua envenenada.

“Ahora los indios le llevan ofrendas a la Virgen”, dijo una señora vestida de india llevando el pan de las monjitas en la mano. Son ofrendas que van desde las iguanas de pan hasta canastas de frutas enteras. Al paso de la Virgen, el pueblo en su traje de indio, las hace bendecir. “Después, uno tiene el deber de repartir esa comida entre la familia. En todo caso tiene que compartirla con la gente”, explica otra señora.

Dos horas después de haber comenzado, termina la Eucaristía y comienza la procesión. Un grupo de indios (estos sí magníficamente caracterizados) bailan por la calle, de para atrás, al ritmo de una música que siempre ha tenido el poder de hipnotizarme. Es la misma corta secuencia una y otra vez a lo largo del trayecto. Ellos van bailando abriéndole paso a la Virgen.

Detrás va el sacerdote, dirigiendo un Rosario a lo largo del camino. Detrás vienen cargando a la imagen y cada cierto paso se detienen a colgarle medallitas a la base del altar.

Varias calles más adelante hay altares cada vez más llenos de cosas. Incluso hay uno que entorno a la Biblia y la imagen de la Virgen tiene un tapete de tierra en el piso. “Se le ofrecen a la Virgen los productos que representan la región –dice otra señora-. Esa es tierra de Valledupar. Al lado está el manduco con el que se lava la ropa y la ponchera (platón); también la tinaja que se usaba para conservar el agua fresca cuando no había neveras, los cocos de acá y la leña del Brasil con las piedras que se usaban para cocinar”.

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