Alberto ‘Beto’ Jamaica Larrota, el bogotano que se coronó Rey Vallenato 2006, me contó así parte de sus memorias…

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“Cuando tenía cinco añitos, vivíamos en un ranchito muy pobre en el barrio Bochica Central (Bogotá). En el patio de mi casa yo cogía los tarros de aceite y los ponía en mis piernitas y tocaba con dos palitos como si fuera un baterista.

No me lo explico, porque nunca había visto un baterista. No teníamos televisión en la casa. Éramos una familia muy pobre que vivía en un ranchito de tablas donde se nos metía el frío y el agua.

Así me di cuenta de que me empezaba a gustar la música”.

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“Mi padre, que es evangélico, me llevaba a la Iglesia. Yo cantaba y tocaba guitarra, pero no me sentía identificado con esa música. Alabar a Dios es muy lindo, pero cuando empecé a escuchar y tocar música vallenata, me sentía realizado, más contento.

“Tenía la inquietud de la música, pero no tenía con quien compartirla, hasta que conocí a Wilson Ibarra. Llegó en arriendo a la casa vecina. Fui novio de una hermanita suya, con la que nos veíamos a escondidas porque éramos muy sardinos. Pero llegué a quererlo más a él como amigo. Si él se conseguía una novia, la buscaba con hermana para yo cuadrarme con la hermana y así andar juntos para todo lado. Salíamos a cine los cuatro.

“Pasamos una infacia muy linda: trabajamos vendiendo lámparas fluorescentes, porque su papá fabricaba y arreglaba balastos (los transformadores que llevan por dentro las lámparas fluorescentes, las de tubos blancos). Salíamos a los barrios, porque él me enseñó a trabajar, un día para Bosa, otro día para Kennedy; otro para La Floresta con lámparas para ofrecer en los negocios. Y nos ganábamos nuestra platica.

“Esa platica nos la tomábamos en cervecita y empezábamos a soñar: ‘Vamos a comparar una grabadora grande, que tenga CD, para grabarnos al tocar música vallenata y cuando seamos grandes vamos a ser famosos’. En ese momento yo era el cantante y él, acordeonero.

“A los 12 ó 13 años, cuando ya teníamos más obsesión, no había quién nos enseñara a tocar música vallenata, porque eran muy escasos los grupos vallenatos en Bogotá. Andareguiábamos: nos volábamos de la casa para irnos a Chapinero, al Centro, a cualquier lugar donde consiguiéramos conjuntos que nos enseñaran y nadie nos daba razón de quién podía enseñarle a él el acordeón y a mí a cantar.

“Y decidimos irnos de la casa. Dijimos: ‘En La Guajira es donde están’. Él vendió sus pertenencias y yo las mías, les dijimos a nuestros papás que nos habían invitado a un paseo. Y nos fuimos.

“Vengo de familia de constructores, así que aprendí el arte de la construcción y me llevé la herramienta de albañilería para trabajar con él. Pensábamos que en los ratos libres buscaríamos quién nos enseñara a tocar.

“El bus de Berlinas del Fonce alcanzó a llegar hasta Bucaramanga. Y cuando nos bajamos, unos policías nos ayudaron a bajar del bus y nos agarraron de una vez.
–Ustedes están detenidos porque se volaron de la casa–, nos dijeron.

“A una hermana de Wilson le había dado miedo y le contó al papá que llamó a la Policía e hizo detener el bus para devolvernos a la casa, sin llegar jamás a La Guajira.
De regreso a Bogotá, seguimos buscando, hasta que logramos hacer amistad con personas que tocaban la música vallenata. Íbamos a sitios a tomar cerveza para hacernos amigos de los músicos que nos dieran clasecitas. Fueron los primeros pasos, en el camino de la música”.