«Papá, hagamos un grupo musical». El día que decidió tomar esa petición en serio, Miguel Chitiva, un técnico de motocicletas que vivía con su familia en Madrid (Cundinamarca), dejó su oficio y se dedicó a apoyarlos. Desde entonces es el manager del grupo, aunque acepta que del mundo de la música no sabía nada, pero sí era parrandero y amante del vallenato clásico. Y los hijos -Miguel, Marley y Yeir- crecieron oyendo a Los Zuleta, Jorge Oñate y Diomedes-.
Quince años después, Los Hijos del Viejo Miguel asistirán al Festival Francisco el Hombre de Riohacha, para alternar con Peter Manjarrés y Richie Ray y Bobby Cruz en la noche final del concurso. Apenas el año pasado se llevaron los trofeos de mejor agrupación y mejor cantante -Poncho Quevedo- en el mismo festival. Y presentarán su álbum de CD y DVD ‘Francisco vive’.
No es fácil para un grupo del interior abrirse paso en la música costeña…
Como el vallenato se ha extendido tanto -responde el Chitiva. El vallenato no es de una sola región, sino del país y del mundo.
¿Siempre fueron vallenatos?
Todo el tiempo estaba la radio prendida escuchando a los clásicos. En un buen momento, dijeron «Vamos a ser músicos y vamos a bajarle un poco a la parrandeadera del viejo Miguel». Y dejé las parrandas.
Son 15 años de trayectoria, pero casi se dieron a conocer en el Festival.
Hace 15 años eran unos niños rebeldes que se quitaron el tetero nada más para colgarse el acordeón y la guacharaca. Y los juguetes fueron reemplazados por instrumentos. Se vienen formando en parrandas familiares y tabernas. Se ha avanzado lentamente.
¿Cómo se convenció de que ese era el camino?
Un amigo, Gonzalo, me invitaba a las parrandas en un lugar de Fontibón por donde pasaron muchos artistas que hoy son famosos, como Omar Geles y Juancho De La Espriella. Me iba a oír esas parrandas. De ahí se desprendió todo. Mis hijos preguntaron: «Papá, ¿por qué no formamos un grupo vallenato?» Yo no sabía que tenían talento, pero los músicos decían: «Los pelaos tienen talento, ¿Por qué no los enfoca?» Así, me decidí. Cuando culminaron su bachillerato les pregunté si querían una carrera universitaria que no fuera música. Dijeron que no y se tomó una decisión: acompañarlos y apoyarlos, porque la música es como cualquier trabajo.
No todos Los Hijos del Viejo Miguel son suyos…
No, pero hay algo que destacar: todos están desde el comienzo. Solo uno se ha retirado en 15 años. Eso también hace parte del éxito. Hay un acoplamiento en el grupo. Eso lo hace sonar bien.
¿Cómo llegaron los otros integrantes?
Miguel, acordeonero; Marley, en guacharaca, y Yeír, que toca el bajo y canta en algunos temas, son mis hijos. Los demás son amigos del barrio que están desde pequeños y siguen creyendo en el proyecto, porque el estilo es diferente. No se parecen ni a Celedón ni a Silvestre ni a Kavrass. Eso ayudó en el Festival, porque estos concursos buscan refrescar, conservar el talento y la raíz, pero a la vez, propuestas diferentes.
Hablando del Festival, ganar les cambió la vida…
Todo el panorama. Se abrieron puertas. Fue un gran impulso. Hicimos un álbum de CD y DVD con un video con una puesta en escena músico-teatral, que cuenta la leyenda de Francisco el Hombre.  Era el juglar que llevaba las noticias de pueblo en pueblo y en una noche de rayos y truenos se le apareció otro que tocaba el acordeón mejor que él y se trataba del diablo. Él lo que hace es cantarle el credo al revés, y lo derrota. Montamos esa escena en el concierto que grabamos en el Auditorio Hernán Echavarría, de Madrid (Cundinamarca). Hemos tenido éxito mostrando este video y no fue fácil porque cambiar las tradiciones lleva tiempo. Hay una parte de clásicos del vallenato, incluido ‘El Viejo Miguel’, composición de Adolfo Pacheco Anillo. Después pasan a tocar la propuesta moderna, la propia. La carátula tiene forma de sombrero wayú.
¿Y qué dijeron los organizadores del Festival al ver la carátula de ‘Francisco Vive’?
Para ellos fue una sorpresa porque lo hicimos por nuestra cuenta, porque nos pusimos a investigar sobre la vida de Francisco El Hombre y lo mostramos. Hay gente que no creía que había existido.