La primera vez que Sebastián Sepúlveda de 13 años, compitió en el Festival de la Leyenda Vallenata era un prodigio de siete años,que no podía cargar solo el acordeón, por eso competía sentadito y sereno. En vísperas de esa primera competición, en el 2008, lo vi presentándole su destreza a Peter Manjarrés en la trasescena de la inaguración. Volví a verlo en el acto inaugural y más adelante en la final de acordeones en la que ganó otro niño.

Su nombre siguió circulando entre los festivaleros. Pasó del grupo de Los Niños Vallenatos de la Escuela Rafael Escalona a los Niños Cantores y Acordeoneros del Turco Gil. Ha hecho giras por el país y por Europa, Una vez tuvo que estar un mes entero sin ir al colegio por irse a coger experiencia ante el público extranjero. Los padres, Yolanda Gómez y Alfonso Sepúlveda se quedaban en Valledupar adelantándole los cuadernos y aún así, dicen orgullosos, el año pasado ocupó el tercer puesto de su clase.

Ahora está en octavo. Dice que las canciones que más le gustan son las de Silvestre Dangond, aunque no son para tocarlas en el concurso, y tiene claro que quiere ser músico, pero no cantante, no le gusta cantar. Sabe tocar la caja, comenzó con la percusión. En siete participaciones en el Festival de la Leyenda Vallenata aprendió a no llorar si perdía y en la noche del viernes, cuando se preparaba para la competencia final, era él quien tranquilizaba a sus padres.

Y se durmió tranquilo sobre los hombros de su madre esperando el fallo que lo dio como ganador. La noticia lo despertó -y a la madre también, tanto que al oír su nombre creyeron que habían ocupado el tercer puesto- y ya no pudo dormir. Su primer sábado como Rey Infantil ha sido para dar entrevistas, primero en a escuela del Turco Gil y empezar a probar las mieles de su corona.

En la misma velada en que se eligió al rey infantil, se dieron la final de acordeonero juvenil y de piqueria. Los ganadores fueron José Mugno y Andrés Felipe Barros, respectivamente. La noche cerró con el concierto de Enrique Iglesias.

@lilangmartin

Foto: Carlos Capella / EL TIEMPO