Enrique Díaz era un hombre auténtico Así lo describe el investigador vallenato Rafael Oñate Rivero. «Típico en su forma de ser y en su forma espontánea de expresar las manifestaciones folclóricas sabaneras. Por su terminología y las interpretaciones que hizo de temas tradicionales llevándolos a su propio estilo».
Díaz, que falleció en Montería en la madrugada del 18 de septiembre, a los 69 años, no se amilanaba tratando de corregir dicción o lenguaje. Hablaba, componía y cantaba tal como aprendió y como pensaba. Esa era su gracia, la que llamaba la atención cuando se paraba en tarima acompañado de un acordeón. Les imprimía picardía a las canciones. Un ejemplo es ‘El rico cují’, en la que resaltó la paradoja de un rico tacaño, al que vigila para conquistar su viuda después de que se muera. «No importa que a la viuda le tenga que mole’el agua, porque es que a esa riqueza si está buena es pa’gozarla», reza el canto.
Así que, Enrique Díaz, nacido el 3 de abril de 1945 en María La Baja, era un juglar al estilo de Alejo Durán. Era de los sabaneros, los de Córdoba y Bolívar que se precian de ejecutar muchos ritmos más diferentes a los cuatro aires clásicos vallenatos. Y fue ‘Rey sabanero del acordeón’ (Sincelejo, 1986). Y aunque era destacado componiendo, su interpretación más famosa fue ‘La caja negra’, compuesta por otro: Rafael Valencia. Díaz la grabó y se convirtió en un clásico de los años 70, retomada décadas después por Carlos Vives, en los ‘Clásicos de la Provincia 2’. La canción, como otras de su repertorio musical tenía como temática la muerte: «El hombre que trabaja y bebe, déjenlo gozar la vida y que eso es lo que se lleva si tarde o temprano muere».
A Díaz lo recuerdan vestido de colores vivos, era un campesino auténtico, de los que crecieron entre cantos de vaquería que después retomaron en sus notas. «Quizás por su color, su golpe tradicional, la forma de hablar y el uso permanente del sombrero se le comparó mucho con Alejo Durán», dice Oñate Rivero. Y añade que no hubo reunión o parranda donde estuviera y no fuera el centro de atención, por lo que vivía y transmitía. Esa forma de interpretación lo llevó a grabar numeroos álbumes, algunos con discos Victoria y el sello Costeño de Codiscos, al frente de Enrique Díaz y su conjunto.
Y también tuvo su piqueria, similar a la que protagonizaron por años Emiliano Zuleta Baquero y Lorenzo Morales. Su eterno rival fue otro sabanero: Rúgero Suárez.
«Rúgero Suárez, muerto el primero de octubre de 2009, a los 65 años -cuenta Oñate Rivero-, era un cajero con cierta experiencia de acordeonero que por mucho tiempo fue acompañante de Alfredo Gutiérrez, Julio de la Ossa y Lisandro Meza». El investigador recuerda que sus piquerias eran verdaderas contiendas en las que «a verso limpio», tanto Díaz como Suárez terminaban por apartarse de la rima y de la métrica poética para lograr el objetivo de ofenderse el uno al otro.
«En lo personal tenían su relación -subraya-. Pero en lo artístico y musical siempre se enfrentaron con palabras de grueso calibre, a veces impublicables».
Así, Suárez le escribió a Díaz la rima ‘El diccionario’, cuya letra dice: «Voy a comprar un diccionario para Enrique Díaz, pa’ que no meta la pata cuando cante él. Pero yo tengo seguro que si se lo traigo voy a tener el trabajo de enseñarlo a leer. Yo no sé por qué atropella tanto el castellano. ¿Por qué no se busca otro que le vocalice? Por eso es que todo el mundo le ha puesto cuidado. Un completo analfabeta es lo que es Enrique».
Y ‘El Tigre de María La Baja’, como conocían a Díaz, le respondió con la canción ‘El pálido’: «Para que sepan mis amigos, a Rúgero voy a callar. ¿En qué escuela él ha aprendido? Y que paja deje de hablar. Se quiere meter en el gremio de los artistas. Rúgero, si no lo eres, quédate por las orillitas y pregunta a ver si puedes. Largaste una expresión. Te la voy a perdonar. Te voy a da’ un acordeón. ¿Para qué? Si no lo sabes tocar. Eres un triste cajero, compositor medio ‘h’. Tú dices que nada tengo. Pálido, muerto de hambre».
La rivalidad duró una década. «Suárez y Díaz se hacían versos terribles, pero se llevaron a la tumba una de las más grandes expresiones auténticas del folclor», concluye el estudioso de esta música.
«Busqué la muerte de comadre pa’ que cuide la vida mía. Para cuando venga a buscarme, le digo: Usté es comadre mía», cantaba Díaz en su canción ‘La comadre muerte’.
Enrique Díaz, padre de 15 hijos, fue llamado al fin por su «comadre», la muerte. Será sepultado el sábado en Planeta Rica, población donde se estableció hace 40 años, donde también está enterrado el otro gran juglar con el que fue comparado: Alejo Durán.
@lilangmartin
ENRIQUE DIAZ: UNA CONSTANCIA ADMIRABLE.
Los muertos no mueren por completo cuando mueren, largo tiempo
Flota entre los vivos que les amaron, algo incierto de ellos.
Ortega y Gasset.
Como pareja decisión de los arcanos, partió el maestro Enrique Díaz. Era quizás el último juglar de leyenda que anidara el solárium del Olimpo vallenato. Enrique Díaz gozó del privilegio de verter su voz su sobre el alma campesina del Caribe en el entretiempo de dos o más generaciones con un acordeón rotunda que ya no viene más. Hoy, cuando la juventud abreva una música de golpes que se burla de sí misma al dar más jerarquía al ritmo que a la melodía, su “rutina” dejó de enseñorear y acaso se escucha por ahí. Más, sin embargo, me atrevo asegurar que cuando el tiempo haya depositado demasiados aluviones de futuro, es indudable que su voz se escuchará revoloteando sobre el área elemental de nuestra tierra.
El asunto Enrique Díaz, es una trama inagotable, de momento pulsemos una arista de esa mole incandescente dejando el resto para futuras incursiones.
Se dice que la existencia humana justifica su existencia cuando la ponemos al servicio de nuestra vocación radical. Es allí donde gravita la esencia de los hombres. Enrique Díaz, con insistencia heroica, con espíritu indomable se dispuso desde su pubertad realizar no una vida cualquiera, sino una vida señalada y para ello necesitaba un acordeón. Ese instrumento de acordes traído de Alemania fue su desiderátum y si hubo algo divino en su adolescencia, fue su divino descontento, su insatisfacción con el entorno de mediocridad que lo rodeaba y que lo puso alerta tras un rumbo mejor y delicado. Para mí fue deleitable ver su juventud bajo la imagen de un joven solitario, sin tradición, sin ascendencia armónica, sin historia ni leyenda que lo guiara por los intrincados vericuetos del noviciado musical cual astro errante y encendido que vuela sobre las doce constelaciones del zodiaco.
Recuerdo su lozana mocedad, cuando le acreditamos un mercado a Martina Tovar su madre, para que el díscolo muchacho fuera a ganarse los últimos centavos que faltaban para comprar el acordeón. Adquirida la prenda imaginada inició la actividad de manera decisiva, en un envión de aprendizaje sin descanso que inundaría todo su ser. Un esfuerzo instintivo gobernaba su frenética labor hacía lo óptimo hasta pulsar el estilo único que debe ostentar todo juglar que se respete.
He sido un amante de la música de Enrique y la he querido con sus virtudes y sus limitaciones. Recuerdo que como agradecimiento, luego de encontrar la quimérica acordeón vino a buscarme para que lo acompañara a los ensayos. “Ya me sé la piña madura” dijo. Sabía que me “pelaba” por oír sus primeros devaneos pero no pude acompañarlo. La mirada inquisidora de mi madre lo impidió. En ese entonces un acordeonista no era nadie y se les tenía por borrachines. Eran los tiempos. Más sin embargo, ideaba maneras de acercarme a su vivienda y me di cuenta que conforme pasaban las semanas volatizaba efervescentes sugestiones de creatividad y cuando le pregunté que le había enseñado Teodomiro Rojas respondió: “nada pude aprender de cuanto quiso enseñarme ese canalla”.
Aludiendo al ministerio de compositor, el texto más preciado de su lance fue “La parranda de los Sotomayor”, (el gavilán). Un tema doméstico, que sospecha el despilfarro de los campesinos medievales de la Costa “que creen que porque tienen cien vacas” pueden gastar lo que no tienen.
Uno de los signos prominentes de su gesta fue el contrapunteo que tuvo con el tenor Rúgero Suarez. Fue en la década del setenta cuando el vallenato empezaba a calar en Bogotá y demás regiones de Colombia sin excluir a Venezuela. Durante el tiempo que duró la tirantez del par de semidioses una noche departíamos con él en un baile organizado por una hermosa chica motejada “la bola cuadrá”. Eso fue en Nueva Estación, donde él vivía. Al final del baile sacó la chequera y le dijo al profesor Juan Villadiego: Profe, hágame el favor y lléneme este cheque. Juancho lo llenó y Enrique lo firmó y al desprender el folio profirió: “Esto es lo que incomoda a Rúgero Suarez”
Enrique Díaz fue rey sabanero en Sincelejo pero no se presentó en Valledupar. Es que en el Valle procede un certamen de cerco apretado y reducto inexpugnable para él que carecía incienso para aturdir a los jurados. Miren que Enrique Trujillo, un muchacho campesino de Planeta Rica la noche del 28 de abril de 1994 enmudeció la plaza de Valledupar interpretando un merengue y una puya vallenata. Yo estaba allí y oía el respiro de la gente. El jurado, cortés y amable convino en darle una afectuosa palmadita y le mostró el póster “Go home Enrique” en la primera ronda. ¿Saben porque no fuera Enrique Díaz?
No sabía que estaba enfermo y fui a su casa a recordarle el plan de redactar su biografía. Lo hallé triste y compungido y me expresó sin miramientos: “Será en otra ocasión compadre mío porque hoy le tomo el pulso a la vida y no lo hallo”.
— Eso le curre a todo el mundo –respondí.
–Es distinto para mí en este momento—replicó— la vida será todo lo rica que uno quiera pero al fin y al cabo es una realidad finita y para mí termina hoy llevándose en sus garras las albricias que rodearon mi existencia.
Eliana, su hija, hincada a sus espaldas, dio señales que no le siguiera la corriente y le cambié de tema.
Los juglares nuestros, quizás por la admiración de que son objeto, no son pájaros estables y nunca saben donde emigran con un particular itinerario que los desorienta del hogar. Enrique no fue la excepción, pero su esposa, doña Elvira, matrona ejemplar, supo capotear el vendaval de sus locuras y preservó su hogar a toda costa. A ella mis sinceras condolencias que extiendo a Elver, a Eliana y a Enriquito.
Acotación: Agradezco a todos aquellos que me llamaron para darme el pésame. Por lo menos supieron que fui leal con él y que nunca me fugué de su amistad.
NEVER MONTIEL TUIRAN.
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