Cuando abrieron las puertas del salón del Consejo de Ministros, en la Casa de Nariño, mi esposa corrió a sentarse justo en la cabecera de la mesa, en una de esas poltronas que parecen llamadas más para el relax, que para el arduo trabajo que tienen que soportar allí ministros y altos funcionarios del Gobierno.
Detrás de mi esposa entramos la decena de personas que ese día disfrutábamos del recorrido guiado que se da todos los fines de semana por la sede presidencial a quienes quieran solicitarlo. Todos buscaron puesto en el salón. Yo, que había visto en noticieros y en fotos cómo es una sesión del Consejo de Ministros, me hice en una silla ubicada justo en la mitad de la mesa. Estaba convencido de que le había ganado a mi esposa, una uribista furibunda. Estaba seguro de que me había sentado en la silla del Presidente, o por lo menos, muy, pero muy cerca. Los demás se acomodaron en las otras mullidas sillas color café claro, que tienen descansabrazos, pero cuyo espaldar es tan alto que lo deja a uno como refundido entre tanto cuero.
El soldado que nos guiaba se hizo estratégicamente casi en diagonal mía, al otro lado de la mesa, colocó sus manos sobre el espaldar de una tradicional silla de rodachines y lanzó la pregunta: ‘Adivinen dónde se sienta el señor Presidente’. Aquí, decían unos (señalando sus puestos), entre ellos yo, que seguía seguro de que estaba disfrutando de la silla del hombre que toma las decisiones, del hombre que manda en este país.
«No. El señor Presidente se sienta aquí», dijo el soldado, señalando la misma silla de rodachines sobre la cual había puesto sus manos. ¡Una silla normal, de las que puede tener cualquier colombiano en su escritorio, color café, de espaldar hasta más abajo de los hombros y lo suficientemente bajita como para que el presidente pueda poner los pies sobre la tierra!
Alcancé a escuchar una especie de ‘ohhhh’ entre los asistentes. Y el soldado, rápidamente, explicó que el presidente Álvaro Uribe pidió esa silla porque se cansa mucho en las otras, las mullidas, las acolchonadas, las grandotas.
Yo tomé el asunto con beneficio de inventario. Me pareció una muy buena salida del soldado, pero dudé de que fuera así. Por eso llamé a doña María Doris Marulanda, que por su tierna voz parece una abuela consentidora de nietos. Ella ha estado al lado de los presidentes en la Casa de Huéspedes de Cartagena y hace algún tiempo está encargada de los salones de Estado en la Casa de Nariño, como una de las mágicas sombras de Álvaro Uribe. Y doña María Doris me confirmó que no solo esa es la silla del presidente en el Consejo de Ministros, sino que tiene otra igual en su despacho. Que el Presidente cambió las sillas de él porque las otras, «de mucho ‘pedigree’ pero muy incómodas», le causaban dolor de espalda.
Así es que Uribe acabó con el mito de las sillas ‘presidenciales’, así como Carlos Lleras Restrepo ya había dado punto final a la costumbre de que los presidentes se sientan siempre en la cabecera de la mesa. «La cabecera de la mesa está donde yo estoy», dicen que exclamó en una ocasión.
Siguiendo con la visita a la Casa de Nariño, también me llamó la atención que al salir del salón del Consejo de Ministros había un letrero en el que se leía ‘Concejo de Ministros’, con C. Supongo que ese aviso no habrá pasado por las manos de ningún corrector del lenguaje y que ningún ministro, ni el Presidente, se habrán percatado de él, porque ya lo habrían hecho cambiar en un santiamén.
Aparte de ello, en la Casa de Nariño hay muchas otras cosas curiosas. Hay una ‘Galería de Presidentes’. Es una especie de pasillo en la que están colgadas las pinturas ‘oficiales’ de los presidentes de Colombia. Cada uno, cuando deja el cargo, manda a hacer la suya a quien mejor le parezca. Y luego se la cuelgan en esta galería. Están organizadas de tal manera que en la pared de la derecha aparece de primero el presidente más reciente que ha salido del cargo (en este caso Andrés Pastrana) y a medida que uno va hacia el fondo se van viendo las de los otros, en orden descendente. Luego uno se devuelve por la otra pared y siguen más pinturas de presidentes, también en orden descendente, de tal manera que al final está la del más antiguo. Cada vez que se cuelga el cuadro de un nuevo presidente, sale el último y se corren todos los demás. En este caso, Carlos Eduardo Restrepo, quien gobernó entre 1910 y 1914, lleva cuatro años ‘salvado’ de ser retirado, porque todavía no han colocado la del presidente Uribe. «Y quién sabe cuántos años más durará ahí Restrepo», pensé para mis adentros, por aquello de reelección tras reelección.
Hay otro salón, el Nariño, en donde se encuentran unos bargueños, que son esos ‘escritorios’ de los siglos XVIII y XIX que ni siquiera eran escritorios, sino que se utilizaban para guardar cosas, porque eran pequeñísimos y tenían por todo lado gavetas. En uno de ellos nos mostraron una gaveta secreta en la que Simón Bolívar guardaba… secretos. Como los de Manuelita, por ejemplo.
En el Salón Bolívar se queda uno asombrado con la pintura de Bolívar. No solo por su perfección (es del maestro Ricardo Acevedo Bernal), sino porque cuando uno la aprecia de lejos ve a un Bolívar joven, y cuando se va acercando lo va viendo cada vez más viejo. Es como si se transformara.
Antes de entrar al salón amarillo, en donde el Presidente recibe a los embajadores, hay un piano de cola alemán que dicen que no suena mucho por allí. Solo en ocasiones muy, pero muy especiales. Y a su lado está la pintura de Bolívar instalando el Congreso de Angostura, que tiene una singularidad: nadie de los que está allí pintado le está poniendo atención a El Libertador.
Me quedé sorprendido en el salón de los Gobelinos. Cuando yo cubría Casa de Nariño para la Agencia de Noticias Colprensa, a finales de los años 80 y comienzos de los 90, me la pasaba allí, porque es donde se hacen la mayor cantidad de actos de la Presidencia. Pero nunca me fijé en los gobelinos. Es como cuando uno está acostumbrado a entrar a una casa y se le olvida disfrutar de los cuadros que la adornan. Hasta ahora vine a descubrir la belleza de esos tapices (les dicen Gobelinos porque Gobelino tenía una fábrica de tejidos en Francia y los hacían para cubrir puertas y ventanas en el invierno). Tienen que verlos. Vale la pena. Y de paso, tienen que ver el jarrón de porcelana en el salón virreinal; las lámparas, el patio, las escaleras de mármol con pasamanos de hierro que trajeron del Palacio de la Carrera; ‘El Cóndor’, de Obregón, que no vimos en el salón del Consejo de Ministros por estar jugando con las sillas; los relojes y las miniaturas de espejos en el Salón Esmeralda, entre muchísimos otros detalles.
No es que esté de relacionista de visitas a la Casa de Nariño, pero sí les cuento que quienes quieran ir, lo pueden hacer. Pueden llamar al teléfono 5629300 y pedir que los comuniquen con la Casa Militar. Allí les explicarán cómo es la carta que tienen que enviar. No cobran y tampoco piden requisitos.
¡Hasta usted puede escoger la fecha!
No lo piense más. Vaya a recorrer la sede presidencial y, cuando salga, si quiere rematar bien el paseo, dese una pasada por la ‘Puerta Falsa’, para tomar aguadepanela con queso y almojábana, o chocolate con tamal.