Se llamaba Diosa. Tenía unas cobijitas y unos muy poquitos corotos que guardaba en el antejardín del teatro La Baranda, en donde dormía luego de que murió el fundador del teatro. Ese día ella quedó en la calle. Era la que le ayudaba con los oficios. Había llegado hacía muchos años, creo que del Tolima, y había trabajado allí tantos lustros, que ya ni se acordaba dónde podría encontrar familia.
Cuando la vi por primera vez caminaba por la calle, llevando una olla, vestida con varios sacos para huirle al frío, y con un vestido que le daba abajo de las rodillas. Le calculé unos 60 años. No tenía más de 1,60 de alta. Su rostro redondo mostraba sus arrugas, pero no tanto como podría esperarse. Más bien se le veía con una piel muy curtida por el sol y el viento. Pero su mirada era la de una mujer que no se dejaba vencer de la adversidad.
Ese día pasé a su lado y le sonreí. Y ella me regaló una hermosísima sonrisa que me llegó al alma. Su cara se vio radiante de felicidad. La misma felicidad que mostraba durante todo el día, cada vez que uno de los estudiantes del Grancolombiano le sonreía, o la llamaba por su nombre, Diosa: hola Diosa, chao Diosa, cómo sigue Diosa, cuídese Diosa…
La verdad es que no me acuerdo haberla visto pidiendo dinero. Pero sí sé que muchos le daban monedas, con las que compraba una que otra cosa para comer. Se las daban porque la querían. Allí, en la carrera sexta con calle 54 era el sitio en el que se parqueaban los buses del Grancolombiano para llevar a los muchachos y muchachas a una jornada más de estudio, por lo que ellos se fueron acostumbrando a su presencia y ella se convirtió en un personaje más de aquella concurrida zona de Chapinero Alto. Un personaje infaltable.
Pero un día, alguien se conmovió de ella y llamó a la Secretaría de Salud para que le dieran asistencia. Lo hizo el día que la sacaron del antejardín de La Baranda, cuando a ella le tocó refugiarse en otro antejardín, de donde también la sacaron a pesar de que la lluvia no cesaba de caer.
La Secretaría de Salud se la llevó en una ambulancia y por un tiempo el sector se quedó sin un sol. Los jóvenes del Grancolombiano preguntaban por ella. Les decían que se la habían llevado para un ancianato. Que allá debía estar mejor. Y los vecinos del sector también pensaban lo mismo: que allá estaría muy bien cuidada.
Pero un día Diosa reapareció. Con la misma ropa y el mismo aspecto de siempre, su sonrisa volvió a relucir, en el mismo lugar de siempre. Se había volado del ancianato. Y había regresado a su casa. A sus cartones que hacían las veces de cama-casa. Ella había regresado allí porque le estaba faltando lo principal: una sonrisa, un saludo por su nombre, el cariño de los estudiantes del Grancolombiano y el de los habitantes del sector. Tal vez se estaba quedando sin vida en el ancianato. Y necesitaba reencontrarse con los suyos, aunque tuviera que dormir otra vez en un andén.
Cuando la volví a ver, el corazón me dio un vuelco de tristeza, porque otra vez estaba en la calle. Pero después entendí que ese era el camino que ella había escogido. Cuando le volví a sonreir y la volví a saludar, sentí ese abrazo que ella nos daba cada vez que encendía su rostro de felicidad. Y le pedí a Dios por ella.
Hoy no sé en dónde esté Diosa. Un día no la volvimos a ver y nadie supo qué ocurrió con ella. De pronto está con Dios. Pero lo que sí sé es que nos dejó una hermosa lección y es que la sonrisa tiene una magia inimaginable. La sonrisa hace que los seres humanos dejemos de ser invisibles. Porque hay muchos seres invisibles para los demás: la señora que recogió los platos de la mesa en la que nos sentamos en el centro comercial, el vigilante que abrió la puerta en el banco, la señora que vació la papelera del escritorio, el muchacho que nos limpió el vidrio del carro, el que nos abrió el parqueadero. A todos ellos los vemos como el celador, la señora del aseo, el muchacho de la esquina. Pero… ¿Y si los miramos a los ojos? De pronto descubrimos algo más allá. De pronto podemos leer sus almas a través de sus pupilas. De pronto los vemos más como uno de nosotros. De pronto dejan de ser invisibles.
¿Y que tal si les regalamos una sonrisa, además del gracias? Cuando sonreímos, hacemos sonreír. Y sonreír es un estado de la vida que nos lleva a la felicidad. ¿Que tal si hacemos como Diosa y brindamos siempre una sonrisa, de esas que abrigan el alma? ¿Que tal si nos proponemos regalar sonrisas en esta Navidad? De pronto ayudamos a que el mundo sea un poquitito más feliz.