Me desperté en uno de esos días en los que uno cree que puede conquistar el mundo, que todo es posible, que hay que hacer muchas cosas, que el tiempo no alcanza y que hay que hacerlo todo ya. Y me desperté con ganas de arreglar todo para Navidad. Ese día tomé el directorio telefónico y empecé a llamar a decenas de sitios para ver quién lavaba mejor y más barato la alfombra. También llamé a los cortineros, para que vinieran a lavar y a arreglar las cortinas romanas y las no romanas. Y por poco llamo al carpintero para que arreglara unas puertas de la alacena y al pintor para que pintara el techo del baño que parece un sauna.

Como me tomó mucho tiempo hacer las cotizaciones, lo único que se hizo realidad, casi que de inmediato, fue la lavada de la alfombra. Los de las cortinas, a la final, nunca llegaron.

Estaba en esas cuando leí un artículo sobre los afanes de la Navidad, en el que un venezolano, en uno de sus consejos, decía que nos tranqulizaramos, porque lo que se va a acabar es el año y no el mundo.

«No se va a acabar el mundo…», «No se va a acabar el mundo…», me repetí una y otra vez, casi en coro con lo que leía del venezolano. ¿Por qué el afán? ¿Por qué tener que hacer todas las cosas antes de Navidad, o antes de Año Nuevo? ¿Qué perderemos si las hacemos unos días después?

Pero ahí no para el asunto. Porque estamos en plenos días de agite navideño y por donde quiera que vayamos nos saltan tantos letreros de precios y de ofertas, que resulta uno comprando la lámina de Papá Noel que no ha de poner, la colección de pesebres peruanos que nunca pensó adquirir (y que, valga decirlo, ha sido una de mis mejores compras en muchos años), o los pocillos de tinto gigantes para la mamá y que, después de pagados, se da usted cuenta de que no van a ser utilizados, porque ella ya tiene otros casi iguales. Es la epidemia de las compras. Ataca a todos por igual. Sin importar el estrato, el nivel cultural, el color de piel, su religión o su partido político. Pareciera que si no compraramos no existiéramos. Compro, luego existo, debió haber dicho Descartes.

Es tal la epidemia, que hasta se agarraron los vendedores ambulantes en San Victorino para vender lo que allí se vende: de todo y a los precios más sorprendentes. De la calidad no tengo ni idea. Pero de que venden, venden.

Al alcalde le tocó ‘decretar’ invasión del espacio público. Porque eso fue lo que hizo al autorizar las ventas en sitios anteriormente prohibidos y al autorizar el parqueo hasta en las calles, alrededor de ciertos centros comerciales del norte y del sur.

Pero como es una epidemia, hay que tratarla con mucho cuidado. Siempre hay que llevar consigo las pastillas que la combatan. Y estas no son otra cosa que la mesura en el gasto. Cuidado con el bolsillo. Porque a uno le puede pasar lo de una buena tomata: hoy nos divertimos y mañana viene el guayabo. ¡Y qué guayabo!

Por eso conviene hacerse enemigo de la tarjeta de crédito. Hay que pensar que esta no es otra cosa que un dinero que no tenemos y que no debemos gastar hoy, para quedar debiendo durante uno o dos años.

Acordémonos de que los intereses de las tarjetas son los más altos en el sistema financiero. Y que a medida que vayan pasando los meses del próximo año serán más y más altos.

Pasarla es muy fácil. Y mucho más agradable cuando el aparatico saca el recibo que dice que nuestra compra fue autorizada. Pero en ese momento, en ese preciso momento, debemos acordarnos del terror que significan las cuentas de cobro. Debemos hacer los ojos como los del Tío Rico, como una registradora, y contabilizar cuánto es que vamos a tener que pagar cada mes.

Y cuando estemos pasando la tarjeta de crédito debemos recordar que el próximo año puede ser más duro que este, en el que terminamos con unas 2 millones de personas quebradas por las pirámides, un desempleo que ya tiene dos dígitos, una desaceleración en la economía y unos asomos de recesión que nos deben llamar a la prudencia. Porque yo no me creo el cuento de que la economía más grande del mundo, que lleva un año en recesión comprobada, no vaya a afectar a un país como Colombia. No encuentro ninguna razón para no pensar que Colombia también pueda entrar en recesión, ahora que su socio mayoritario, los Estados Unidos, está dejando de comprar, de producir y de vender. Y más me preocupa el fantasma de una recesión cuando uno ve las cifras que indican una baja en la industria, en las ventas y hasta en el pago de los impuestos, que es un termómetro de cómo están las empresas en el país.

Por eso es que, aunque me regañen los banqueros, los industriales, los comerciantes, el Gobierno o quien sea, tengo que decirlo: ¡abajo las tarjetas de crédito! ¡Que viva la prudencia en el gasto!