Mi hijo Esteban se despidió de mí en el parqueadero y caminó hacia el ascensor. Volteó a mirar y se detuvo un instante. ‘Hasta luego Pepito’, dijo, mirando a nuestro Chevrolet Sprint Blanco. No recuerdo qué llevaba en sus manos, pero las recogió contra sí y volvió a tomar el rumbo del ascensor. Creo que no volvió a mirar hacia atrás. En su mente debió haber quedado grabado ese instante, en el que, por última vez, vio a Pepito, nuestro Pepito, como llamamos al carrito. Y su corazoncito debió haberle dado un vuelco. Como me dio a mí cuando lo vi perderse por entre el tráfico de la calle 100, al mando de su nuevo dueño.
Esteban lo bautizó así hace seis años, cuando apenas tenía seis años de edad. Recuerdo que pregunté: ¿cómo vamos a llamar al carrito? Y me acuerdo claramente cuando le puso la mano en un costado y dijo con cariño, con su lengüita de niño, ‘Pepito’. Y así quedó por siempre.
Pepito era muy travieso. Llegó a nuestras vidas en un mes de diciembre cuando mi chinita (así le digo a mi esposa, Alexandra), me convenció de que era hora de comprar un carro. Yo no quería. Pero ella sacó un préstamo y puso la mayor parte. Cuando la vi tan animada, y después de que mis primos me convencieran, decidí poner lo poquito que faltaba. Ella y uno de mis primos, Hugo, vieron cuanto carro había en los clasificados, pero ninguno los convencía. Hugo es un experto en todo lo que tiene que ver con carros y con solo verlos ya sabe si fueron golpeados. Pero cuando vio a Pepito dijo las palabras mágicas: «este sí es». Y mi chinita descansó, porque estaba dispuesta a no mover un solo dedo más para mirar carros.
Conocí a Pepito una noche de novena de aguinaldos en donde mis papás, el día que se lo entregaron a mi chinita. Me subí a él y empecé a tratar de darle marcha hacia atrás, pero Pepito iba para adelante. Mi prima Dorita corría de un lado para otro gritándonos: para la derecha, para la derecha. Pare, pare. No. Otra vez. Vuelva para adelante. Despacito. A la derecha, a la derecha, Nooooo, no tanto!!! Y yo al volante, sudando del susto. En una de esas quedé pegado a una mata y me daban ganas de salir corriendo. Ya no veía la manera de darle ni para adelante, ni para atrás sin dañar la matica. O lo que era peor: rayar el carro. Pero Dorita, toda una sabia ella, me fue guiando, hasta que pude poner el carro en la calle, en posición de salida. Puse el freno de mano y me bajé. Toda mi familia aplaudía en la puerta. Todavía pienso que lo hacían porque me bajé, no porque hubiéramos comprado el primer carro.
No recuerdo cómo llegamos ese día a nuestra casa, bastante lejos de allí, pero estoy seguro que fue de milagro. Y lo habremos parqueado en un tiempo récord de unos 15 o 20 minutos. Menos de eso, no creo. Y eso que don Gustavo, el vigilante, hacía las veces de Dorita: a la derecha, a la izquierda, más para adelante, sáquelo, córralo más a la derecha, cuidado con la columna, mejor déjelo aquí en este otro parqueadero y mañana lo acomoda. De esa índole eran nuestros diálogos en el sótano.
Con Pepito vivimos momentos muy felices. En él llevamos, por ejemplo, por primera vez, a nuestro hijo Iván, recién nacido, desde la clínica hasta el apartamento. Él vio crecer a Iván y a Esteban. Y los dos, montados en sus sillas, nos hicieron reir y nos hicieron muy felices. Porque cada vez que nos reuníamos en el carrito pasábamos muy buenos momentos.
Pepito era tan travieso, que los domingos cuando nos subíamos sin saber a dónde ir, le decíamos que tomara él la decisión. Y el carrito decidía irse, por ejemplo, para Briceño, o para Sopó, o a Zipaquirá, o a un centro comercial… al sitio que el humor de su conductor le dijera.
Llegaba a tal punto Pepito, que un día dejó manejar a Beto, el muñequito de Iván. Y otro día a Elmo. Y en otra ocasión se pusieron a pelear los dos muñecos, a tal punto que tuvimos que hacerles turnos. Y eran Beto y Elmo los que entregaban la boleta del parqueadero en los centros comerciales. Y ese hecho, nada más, soltaba las más hermosas carcajadas de Iván, ya a sus tres añitos.
Era tan bueno el carrito, que hasta se aguantó varias estrelladas (suaves) y varios golpes contra muros, bolardos, aceras, huecos, y luego se recuperaba magistralmente y volvía a responder. Era tal la cantidad de ‘tocos’ que le dábamos por detrás, que decidimos no volver a pintar de blanco una parte que originalmente era negra.
Pero al final ya le habíamos cogido el tiro. Mi esposa se lo llevaba los sábados y lo mandaba lavar en Sanandresito mientras ella hacía lo que más le gusta: ver vitrinas y comprar cosas. Le encantaba manejarlo y decía que hacerlo le quitaba el estrés.
Pepito nos llevó varias veces a Tocaima, sin chistar. No molestaba para nada. Pero uno de esos días, cuando regresábamos a Bogotá, tuvimos que parar una y otra vez, porque el carrito se recalentaba. Nos cogió el tradicional trancón de Mondoñedo y también allí tuvimos que parar. Además, una bujía ya estaba cansada y se negaba a trabajar. Llegamos al apartamento, nos empezamos a comer un pollo asado que pedimos y les dije a mi esposa y a mis hijos: hay que tomar una decisión. O arreglamos a Pepito, con lo que invertiremos una buena platica que no nos van a pagar después por él, o compramos otro carrito. Y el designio fue este último.
Desde esa época, durante meses, le hicimos el quite al tema. No queríamos vender a Pepito, pero llegó el momento. Y aún sin ofrecerlo, ya teníamos tres clientes. No tuvimos que pensarlo cuando mi mejor amigo, Miguel Ángel Roa, me dijo que le gustaría tenerlo para regalárselo a su hijo Nicolás. Es suyo, le dije. Y se lo vendí.
El problema vino cuando empezamos a sacar las cosas de Pepito para meterlas en el carro que compramos. Se me empezó a hacer un nudo en la garganta. Yo le preguntaba cada rato a mi hijo Esteban qué le parecía el nuevo carro, como para que él centrara la atención en ese y no en Pepito. Pero ya estaba escrito que nos doliera el corazón.
Salí triste con Pepito para el trabajo, sabiendo que era la última vez. Luego salí del trabajo para donde mi amigo y empecé a sentir como ese vacío en el estómago que da la ansiedad. Le entregué las llaves en Frisby, él me llevó hasta la calle 100 con Avenida 19, allí me bajé y vi cómo Pepito se confundía entre los demás carros, con otro dueño al volante y sentí como si una parte mía se fuera por allí. En ese momento entendí, en carne propia, lo que sintió la señora que me vendió el nuevo carro cuando le dije: lo compramos. ‘Un momento, por favor’, nos dijo. Y se entró a su casa, a llorar. Y me di cuenta que no somos los únicos que le ponemos un nombre a un carro. Y que no somos los únicos que lo queremos. Y que no somos los únicos a los que se nos parte el corazón cuando lo vemos partir.