Se llama Estelle. Cuando la vi se movía como un pez entre cerca de dos decenas de personas, al ritmo de la salsa. Tenía cerrados los ojos y parecía estar en estado hipnótico. Se distinguía de los demás por su rubia cabellera. Su cuerpo se dejaba llevar de la música pero el alma parecía estar puesta muy lejos de allí. Podría uno pensar que se estaba imaginando en un paraíso del que no quisiera salir.
Luego supe que era francesa. Una francesa que baila salsa. Y que lo hace muy bien. Se ve que aprendió en los dos años que lleva viviendo en el país, a donde llegó «por un proyecto personal» que ahora la tiene trabajando en una ONG. Con ella estaban varias personas, muy, muy agradables. Y me recordaron aquellas épocas en las que uno se iba a una taberna o a una discoteca cada fin de semana y daba rienda suelta a esas ganas de rumbear, cantaba a grito entero, se amanecía y terminaba tomando caldo en el Desayunadero de la 42.
Estábamos en Son Salomé, un sitio en donde parece que hubieran hecho una urna de cristal y hubieran encerrado en ella un pedazo de felicidad. Porque allí todos parecían estar felices. Por lo menos estaban dejando sus problemas a un lado y estaban dedicados a vivir unas horas de alegría, entre la salsa y el son, entre trago y trago, entre charla y charla, entre abrazos y besos.
Me sorprendió mucho sentir que los salseros se parecen entre sí. Y sobre todo ver que tienen cierta forma de ser. Son personas chéveres. Los que allí estaban se veían en su mayoría estudiantes y trabajadores que le están sacando jugo a la vida. Que no se van a quedar encerrados en sus casas esperando a ver quién los invita a bailar, sino que salen con su grupo a divertirse. A unos se les ve intelectuales, a otros, enamorados; a otros, rumberos netos. Pero todos tienen una característica que no sé describir. La transmiten cuando bailan. Por lo general no bailan para lucirse, sino que lo hacen para disfrutar. Y cuando se están moviendo en la pista es como si sus venas fueran la propia canción.
Cuando estaba allí, mirándolos, sentí como si algo me empujara hacia la pista. Y sin pensarlo dos veces me puse frente a Estelle, que seguía en su trance, sola. Abrió tímidamente sus ojos y siguió bailando, esta vez conmigo. Y en ese momento la sentí latina. A nuestro alrededor todo el mundo se movía con gran agilidad, al ritmo de la salsa, y todos intentábamos dejar de chocarnos entre todos pero nos estrellábamos, volvíamos a coger el ritmo y seguíamos sin parar.
Tal era la manera de bailar de Estelle, que nunca se quedó sin parejo en la noche. Uno y otro querían bailar con ella y la francesa los aceptaba, a pesar de que no estuvieran en nuestra mesa. Y todos danzaban con el respeto que ella misma inspiraba.
De un momento a otro se sentó en una mesa al lado de la nuestra. Me pareció extraño que no lo hiciera con nosotros, en donde estaban sus amigas. Le pregunté por qué y se extrañó. «Desde aquí estoy con ustedes», respondió cordialmente. Y recordé que es que los latinos somos distintos. Nos gusta andar en rebaño. Y si alguien se sale de él ya estamos pensando en qué le habrá pasado.
Cuando salimos de Son Salomé pasamos por el Desayunadero de la 42. Yo ya iba a decir que entráramos cuando una amiga de mis primos se me adelantó y dijo que sabía dónde vendían unos supercaldos. Llegamos y las señoras no daban abasto. Atendían por el frente y por detrás, en donde queda un lavadero de carros. Hay solo tres mesitas que se las turnan los clientes y a nadie parece importarle que entren y salgan carros cada nada y que suenen las mangueras y que caiga el agua por doquier. Allí se va es a comer.
Todos nos fuimos perdiendo en la madrugada. Cada uno partió para su casa, pero pienso que todos quedamos con el corazón alegre. Bailamos, cantamos, reímos y agregamos a nuestras vidas una anécdota más, un hecho más que poder contar, una noche más para recordar. Por eso pienso ahora que quedarse siempre en casa, por ejemplo, para un soltero, es perderse un poquito de mundo. Es perderse la oportunidad de conocer buenas personas. Es dejar de vivir bonitos momentos, con o sin trago, porque no hay necesidad de consumir para estar feliz. Así es que, mejor, salgamos a rumbear.