Llegué un viernes a las 10:30 de la noche a mi casa. Todos estaban despiertos. Particularmente Iván, mi hijo de tres años, que a veces me sorprende cuando llego a la media noche del trabajo y sale corriendo por el pasillo, abriendo sus bracitos y gritando ¡papi!

Pero esa noche, Iván, que apenas acaba de entrar al jardín, quería hacer tareas. Alistó su cuaderno, lo puso sobre la mesa del comedor, en donde ya estaban los colores, y se me quedó mirando como quien dice: ‘ayúdame papi’.

Era trazar unas líneas de arriba hacia abajo, uniendo unos puntos. Le fui diciendo cómo hacerlo y en cada línea le celebraba que lo hubiera hecho bien, o le decía qué se tenía que repetir.

Terminamos la tarea, lo abracé y le di un beso de felicitación y él me dijo: «Gracias, papi, por explicarme». El corazón se me hizo una gelatina.

Pero Iván estaba dispuesto a trasnochar. Yo empecé a hacer un trabajo en el computador y él quería pintar. ¿Puedo pintar, papi? «Claro». «Gracias, papi», y se fue a buscar sus libros de colorear. Al rato regresó: «se perdieron, papi. Los libros se perdieron», dijo.

Me puse a buscarlos con él por los cuartos, la sala, el comedor y hasta en la cocina. No estaban. Luego supe que la mami los había sacado porque ya estaban pintados completamente.

Pero Iván no estaba dispuesto a dejarse rendir. Buscó un cuaderno, me lo trajo y me pidió que le hiciera un dibujo para que él lo pudiera pintar. Le dibujé una casita, con una ventana y le hice una sonrisita.

– Nooooo papi, las casas no tienen sonrisitas, me dijo, y se fue hacia la sala, que da hacia afuera.

Yo seguía peleando con el computador porque no me funcionaba bien el correo electrónico e Iván seguía preocupado por la sonrisita.

– Ven papi, ven, me llamaba con la mano. Me llevó hasta la ventana y me mostró desde ahí los otros edificios del conjunto.

– ¡¡¡Ves!!!! No tienen boca!!! Ehhhhhh, mi papá!

Superado el episodio de la sonrisa, seguí peleando con el computador. Iván regresó. «Papi, te quiero», dijo primero. Y luego me mostró cómo había pintado la casita que yo había dibujado.

-¿Cómo me queda?

– ¡Te está quedando muy bien!

– Gracias, Papi.

Luego se fue para su cuarto y regresó protestando: «Mi mami… siempre todo yo. Faltan los juguetes, faltan los colores, ¡todo yo!».

A la final no entendí por qué protestaba, pero me mostró otra página del cuaderno para que le hiciera otro dibujo. Le dibujé un carrito, pero me cuidé de que no tuviera sonrisita. La pintó y al rato regresó a mostrármela.

– Te pasaste. Pintaste la ventana del carro. No te tienes que salir de las rayitas, le dije.

– A mí me gusta, me contestó.

Cuando me pidió otro dibujo, no se me ocurrió más que hacerle otro carro.

– No, papi. Ahhhhh… Yo quiero una libreta de las pistas de Blue, me dijo.

Afortunadamente he sido un asiduo televidente de muñequitos al lado de mis hijos Esteban e Iván, y conocía de lo que me estaba hablando. Dibujé entonces la libreta de Blue y él la pintó.

A esas alturas de la noche yo ya estaba estresado porque no lograba que me aparecieran en pantalla los contactos de mi correo, la pantalla no me dejaba ver una página completa, cuando escribía no me aparecía el texto….y por supuesto, no había podido enviar nada de lo que tenía que enviar.

Ivancito llegó a mostrarme cómo había pintado la libreta de Blue.

– Estás pintando por fuera, le dije.

– Quiero así, volvió a repetir. Y me mostró el carro que había desechado antes: mira, aquí pinté bien las ruedas, dijo.

Le pedí que en adelante, hiciera él dibujitos, mientras yo resolvía el problema en el computador, y que los pintara él, ahí al lado mío. Hizo unos rayones en una hoja y celebró: «Ya sé pintaaaar, una pueeerta».

– ¿Dibujaste una puerta? Está bonita. Y dónde está la llave, le pregunté.

– ¡La llave!, ¡la llave!, ¡la llave!, exclamó y corrió a buscar un lápiz.

– ¿Con qué color?, me preguntó.

– Con el que quieras, pero que se vea bien, respondí.

– Ahhhhhh, dijo.

Unos minutos después: ¡La llave! ¡Mira la llave!

– Ahora píntala sin salirte del marco. Despacito, le dije.

– Bueno…. ¡Corra!, ¡Corra!, ¡Corra!, se fue diciendo y corriendo.

– No te saliste. Eso está muy bien, le dije cuando me mostró otra vez el dibujo.

– Gracias, contestó. Y al momento, orgulloso, me dijo: ¡mira, una carita feliz para tí! (me la había dibujado)..

Caminó un ratico por ahí y me dijo: Papi. No quiero pintar más.

– Entonces ve a dormir (ya eran las 12:30 de la madrugada).

– No tengo sueño. Quiero armar rompecabezas, dijo y se fue para su cuarto.

Al momentico me llamó. Quería coger unos muñequitos del hermanito. Le dije que no se podía y él decidió jugar entonces con unas fichas de armar figuras. Yo regresé a pelear con el computador. Él se quedó sacando las fichas de su juguetería y protestando: «Papi, todo yo. Me sacas las fichas pequeñas?». Empecé a ayudarle.

Pasaron varios minutos y llegó con las fichas armadas. ¡Qué bonito! ¿Qué es?, pregunté. «Un cosito para caminar», contestó.

Pero venía el otro trabajo: despegar las fichas. Él no podía con las pequeñas. Empecé entonces a separárselas. «Eso… Buena vaina», dijo.

Ya era la 1:06 de la mañana. Iván decidió que no quería armar más y empezó a recoger todo para llevarlo a su sitio. «limpiar, limpiar, limpiar», decía mientras iba y venía entre la sala y su cuarto, llevando las fichas.

Luego me llamó a la ventana: ‘Papi, mira, está un potito de día’, me dijo, señalando un poste del conjunto, que tiene una luz blanca.

– No. Está de noche. Ese es un poste, mi chinito, le dije.

– Ven. ¿Ves la luz? Está un potito de día, replicó.

En ese momento decidió que iba a armar rompecabezas. Y trajo dos. Los puso en el píso a la 1:15 de la mañana. Y 19 minutos después terminó de armar el primero.

– ¡¡¡Bravo, bravo mi chinito!!!, dije.

– Gracias, respondió, haciendo cara de orgullo.

A la 1:36 a.m. volteé a mirar y había armado el segundo. «¡Bravo!», dije. «¡Me asusté!», respondió.

Entonces estornudé y él agregó: salud y amor, papi.

Un poquito más tarde, cuando yo estaba concentrado en el computador, me llamó: «Papi». Y me mostró orgulloso el otro rompecabezas. El más grande. ¡Lo armó en seis minutos! Cuando terminó otro (eran cuatro al final) se fue a guardarlos ‘porque o sino se pierden’.

– Voy a ver muñequitos, me dijo.

– ¿Me dejas darte un abrazo?, le pregunté y él se me lanzó a los brazos. Nos quedamos así un buen rato, como el primer día en que llegó al mundo. Lo llevé a su cama, frente al televisor, al lado de la nuestra, porque no hemos podido hacer que se duerma en su cuarto, y él se escondió entre las sábanas para que le hiciera cosquillas.

– ¿Te tapo? Le dije después. Sí, pero así sentado, respondió.

– Bueno. Te dejo a Bombi (su osito)

– ¡Sí! Quiero a Bombi, dijo mientras lo abrazaba y se quedaba dormido en cuestión de segundos.

Ya eran más de las 2 de la mañana. Una mañana en la que me fui a dormir feliz. ¿Qué más le puede pedir uno a la vida con dos hijos tan hermosos como Esteban e Iván?