No fue necesario que alguien dijera algo. Solo se escuchó como un pequeño golpe. Como si se tratara de un corto. Los niños, que estaban en la sala mirando televisión, quedaron de pie. Uno de ellos alcanzó a decir ‘Nosotros no tocamos nada’. Los adultos, que estábamos en el comedor charlando, muy cerca de la piscina, totalmente relajados, empezamos a llegar de a uno. El más proactivo era mi primo Ricardo. De inmediato se acercó a ver qué había pasado.

‘Se fue la luz’, dijo alguien. ‘No, en el comedor sí hay’, respondió otra persona.

El hecho es que en cuestión de minutos ya había cerca de una decena de personas rodeando el televisor para mirár qué le había pasado.

Mi primo Fernando, a quien no suele ni dolerle una muela, era uno de los más preocupados.

‘Hay que desbaratarlo’, sentenció Ricardo. Y de inmediato ya estaban ocho manos prestas a pasar el televisor desde su lugar, a la mesa de centro.

Ricardo empezó a mirarlo con detalle. Intentó sacar unos tornillos pero no podía hacerlo. Y solo alcanzó a mencionar que necesitaba un destornillador cuando ya estábamos corriendo a sacar la herramienta de los carros.

Mi primo quitó la caja del aparato y nos quedamos contemplándolo, como si fuera un preciado tesoro, pero todos con la misma pregunta: ¿Y ahora qué hacemos? Ninguno de nosotros es electricista. Ninguno sabe de televisores. Pero allí estábamos, prestos a meterle mano, con tal de que funcionara.

A Leonardo Romero, un amigo de la familia, se le ocurrió entonces lo que se nos debió haber ocurrido desde el primer momento: ‘llamemos a un electricista’. Y él mismo fue a buscarlo en su local de una de las calles aledañas a la plaza principal de Tocaima.

Minutos después llegó a la casa don Joselín, uno de los cuatro electricistas que tiene el pueblo. Lo primero que hizo fue alabar el televisor Sony. ‘Es uno de los mejores’, dijo. ‘Eso como que es para cobrar más caro’, pensé. ‘Como estos ya casi no se ven’, agregó, mientras le daba una primera mirada a los circuitos.

Mientras tanto, unos daban vueltas a la sala, otros seguían la situación de pie o sentados, pero todos parecían estar al lado de un enfermo de gravedad, con don Joselín fungiendo como médico y aguardando el dictamen para ver si el paciente se iba a salvar.

Don Joselín sacó unos elementos que traía, frunció el seño y probó las entradas y salidas de energía. Volvió a hacer cara de preocupación, pero no dijo nada. Se quedó pensando otros minutos y luego sentenció: ‘Hay que cambiar un condensador».

¿Cuánto vale?, preguntó Ricardo. Y don Joselín volvió a alabar las condiciones del televisor… Se quedó pensando otra vez y, luego de explicar un montón de cosas y de dar rodeos, soltó la cifra: $150.000 vale todo el arreglo.

«Para eso nos compramos otro televisor en Bogotá», dijo Ricardo. Y todos los niños (y creo que hasta los mayores) lo miraban con cara de tragedia. ¿Quedarse todo el puente sin televisor? ¡Ni locos!

Pero Ricardo lo que estaba era negociando. Finalmente, convinieron en que nosotros comprábamos los repuestos y don Joselín cobraba la mano de obra. El costo se reducía a $60.000. Pero había un pequeño detalle: los repuestos los vendían en Girardot. Y había que ir con don Joselín, para que no nos fuéramos a equivocar. Y había que llegar rápido, para que no cerraran el almacén.

No fue sino decirlo y ya estábamos entre el carro mi primo Kike, Leonardo, don Joselín y yo. Puse marcha hacia el puerto, a donde llegamos casi una hora después. Y en menos de dos horas ya estábamos de regreso, con don Joselín a bordo (lo que nunca supieron los demás, apenas llegamos, es que aprovechamos para admirar el centro comercial de Charlie Zaa, que tiene un súper bar de tres pisos con jacuzzi y zona VIP. Daban ganas de quedarse).

Ya en la casa, don Joselín puso a funcionar el aparato y la paz volvió a reinar. El mundo volvió a girar. El maestro rey, el televisor, volvió a su trono. ¡Que viva el rey!