El celador más avispado que he conocido me lo encontré en Guatavita, a muy pocos metros (¿o serán kilómetros? de la laguna que dio origen a la leyenda de Eldorado.

El señor Beltrán no está especializado en decir ‘no puede entrar’. Tampoco en pedir cédula o documento con foto para permitirle el ingreso al apartamento de un familiar. Y menos en preguntarle a la gente a qué va, por qué y cuáles son los síntomas, como cuando un paisano llega tembloroso a la puerta de una sala de urgencias.

No. El señor Beltrán está allí porque le gusta. Y tiene la gran ventaja que no tienen sus otros compañeros: a él no le dicen sus jefes que se pare en la puerta para evitar o para hacer más complicado el ingreso de las personas.

El señor Beltrán recibe al turista con una sonrisa. Y en vez de decirle que ya son las 4 de la tarde y que a esa hora ya no se permite el ingreso de visitantes, saluda al grupo y empieza a contarle la historia general del embalse de Tominé, su diferencia con la laguna de Guatavita y algunas curiosidades del pueblo que se inundó y que dio paso al que hoy existe.

Cuando ya los visitantes están extasiados con su breve pero contundente explicación, él les dice que el recorrido hasta la laguna dura por lo menos una hora y media; que quien ingrese debe estar preparado para una exigente jornada de caminata, pero que será recompensado al otro lado de la montaña, cuando se abran ante sus ojos el verdor de las otras montañas y las límpidas aguas de la hermosa laguna en la que ya no queda ni un gramo de oro pero que está impregnada de leyenda.

Por supuesto que uno pregunta si de pronto hay algún camino por donde uno pueda meter el carro para llegar hasta allá. La respuesta es no. Se resigna uno entonces a preguntar por el caballo. Nuevamente la respuesta es no. Mira uno a su alrededor y empieza a ver las caras largas de algunos de sus acompañantes, que parecen decir con angustia: yo no me le mido a tremenda caminata.

Pero para fortuna de ellos, ya habían pasado las 4 de la tarde. Lo que quiere decir que el señor Beltrán nos estaba insinuando que ya no podíamos subir al cerro. ‘Antes se dejaba entrar hasta más tarde, pero las personas se caían cuando se iba haciendo oscuro’, explica el vigilante. Ahora, por seguridad, solo se permite el ingreso hasta las 4 de la tarde.

Pero en ningún momento el señor Beltrán le dice a usted con cara de bravo: no puede entrar. Su amabilidad, su recibimiento y su disposición a explicar la magia de la región le hacen a uno entender gratamente que ese lazo que se saltó minutos antes estaba allí porque no se podía pasar.

Pensé que el señor Beltrán era un paisano de Guatavita, pero él me contó que nació en La Dorada (Caldas) y que desde hace varios años presta sus servicios en la laguna. No le han dado clases para atender al turista, pero él solito se aprendió la historia, de tanto escuchársela a los guías. No le pagan más por contársela a los visitantes, pero igual él la recita con pasión.

Le pregunté por qué les cobran más a los turistas extranjeros que a los colombianos (8.000 pesos a quienes vengan de cualquier parte del país y 12.000 a los que lleguen del exterior). Y explicó que los extranjeros, con el sobreprecio, son los que subsidian el ingreso de ancianos y de otros grupos poblacionales que no tienen que pagar esas tarifas.

Nos regresamos al carro, pero no con el sinsabor de no haber podido entrar, sino con la satisfacción de haber sabido algo más sobre la región, gracias al señor Beltrán, que ofició más como un buen anfitrión.

Cuando vayan por Guatavita, de pronto se lo encuentran. Él no está todos los días, pero sí tiene sus horas.

Y si van a Guatavita, de pronto les pasa lo que a mí. Por poco nos entramos a uno de los restaurantes lujosos que hay allí, pero una señora que vende canastos y artesanías nos recomendó una pasadita primero por la plaza. ‘Pregunten por doña Rosa y díganle que van de parte de mí’, exclamó, al tiempo que nos indicaba el camino.

Llegamos frente a una muy bonita construcción, pero no veíamos la plaza. Preguntamos dónde está y nos dijeron: aquí. Levantamos entonces las miradas y vimos esa edificación de un impecable blanco, hecha de ladrillo y madera en su interior, con mesones de cemento cubiertos por manteles y sillas de madera casi que empotradas en rincones para hacer más singular el lugar. Todo extraordinariamente limpio. Nada que ver con una plaza de muchos otros pueblos.

Allí venden cabrito, platos de tres carnes, cachama y hasta masato y chicha para los más antojados. No pregunte por gallina, porque los ojos que están bajo el sombrero blanco y sobre las mejillas rojas de una jovencita pueden levantarse hacia usted con una mirada tal de sorpresa, que en el acto entenderá que eso es lo mismo que ir a pedir un ajiaco en plenas playas de Santa Marta.