El ejercicio empezó en el portal del Tunal. Luego de admirar su limpieza, nos dio por tomar un alimentador para ver qué recorridos hacían. Estábamos, simplemente, tratando de conocer cómo funciona TransMilenio. Salimos a la plataforma de los alimentadores y nos ubicamos debajo de un letrero que decía ‘Arborizadora alta’. Vimos cómo las personas se iban arremolinando allí, pero no había nada que marcara el lugar exacto en el que iba a parar el bus. Y mucho menos, en dónde era que debía hacerse la fila.

Cuando el bus llegó se abrieron sus puertas y todo el mundo se abalanzó al interior, corriendo unos para atrás y otros para adelante, para tratar de coger una de las sillas.

Nosotros decidimos no subirnos a ese bus. Acabábamos de aprender que para coger un alimentador no se necesita hacer fila (como se debería y como estábamos haciéndolo), sino que esa es una carrera que se la ganan los más avispados. En eso, todo vale. Como la señora que se me puso adelante mío sin respetar a los que estaban atrás, o los otros que hicieron poco a poco lo mismo; o como el que saca los codos en el momento de entrar, a manera de escudo; o el que empuja al de adelante para sacarlo del camino y lograr el trofeo de poder sentarse en el alimentador.

Así se nos pasaron varios buses, porque nosotros decidimos no participar en la puja. Nos rendimos y nos fuimos a hacer fila en el que decía ‘Sierra Morena’, porque esos pasaban más frecuente y había más posibilidades de irnos sentados. Como ocurrió.

Ya de regreso al portal del Tunal, fuimos a coger otro TransMilenio. Empezamos a tratar de entender el mapa de las rutas pero, al final, solo me fijé en la que iba por la Caracas. Íbamos hasta la calle 34. Pero para sorpresa, el bus no paró ahí. Tampoco en la 45. ¡Nos llevó hasta la calle 60!

Lección: antes de subirse a un TranMilenio, mire en qué estaciones para.

Hacia las 5:30 de la tarde decidimos probar cómo es un viaje desde la estación de la Avenida Jiménez, frente a El Tiempo, hasta el portal del norte. Ahí sí miramos bien el mapa y decidimos tomar la ruta J72. Ingenuamente empezamos a hacer fila detrás de quienes estaban en primer lugar. Pero luego empezaron a llegar más usarios que se colocaron a los lados. Otros se iban metiendo en el medio, poquito a poco, ‘haciéndose los locos’ y, cada vez más, el grupo que estaba frente a la puerta se iba compactando, listo a meterse al bus tan pronto como abriera la puerta. Era como si todo el mundo estuviera nervioso. Como si estuvieran compitiendo entre sí. Como si el del lado fuera el enemigo. Como si fueran a dar la largada de una maratón.

Cuando el articulado abrió la puerta, el grupo se abalanzó hacia adentro. Y desde el interior, otros trataban de salir. Un hombre tomó su maletín con las dos manos, estiró los brazos hacia el frente y empezó a quitar del camino a quienes no lo dejaban salir. Había personas paradas en la puerta y en la plataforma, formando un nudo entre sí y tratando de desenredarse.

Nosotros tomamos la decisión de esperar el siguiente, pensando que iba a llegar más desocupado. Y en esa espera se nos pasaron tres buses más, hasta que decidimos subirnos en el próximo, así nos tocara de pie. Y así fue.

Mi hijo logró poner un pie sobre una elevación del piso que había, al parecer en donde estaba una rueda. Yo me coloqué en posición de guardia: una mano arriba, para tenerme, y la otra, agarrando el bolsillo en donde tenía el celular.

Yo no sé cómo era que hacía un señor para seguir hablando por celular al mismo tiempo que evadía la puerta cuando esta se abría, y le hacía el quite a los que entraban y salían. Era un mago para usar el servicio de TransMilenio. Y a mi lado había otro dedicado a escribir en su Ipod. Otro mago.

Atrás, muy cómodamente sentado, estaba un joven de unos 20 años o menos, que decidió ponerle parlantes ¡a un MP3!. Y los puso al volumen que él quiso.

En cada estación veía que se subían más que los que se bajaban. Y miraba alrededor y no entendía en dónde se estaba acomodando tanta gente.

En una de esas una señora gritó lo que ningún hombre que vaya sentado quiere escuchar: ‘¡Un caballero que le dé la silla a esa señora que lleva el bebé!. El señor que estaba frente a mí miró para el piso. Luego hacia afuera. Pero cuando sintió que todas las miradas iban hacia él, ‘decidió’ ser cortés. Sin embargo, cuando se estaba levantando de la silla, se escuchó la voz tranquilizadora de la otra señora que le decía a la pregonera: ‘No señora, ¡lo que llevo es un perrito!’. Y el hombre se sentó aliviado.

Nos bajamos en el portal del norte, en donde nos tocó hacer de contorsionistas en la puerta. Una vez en tierra, pasadas las 7 de la noche, dimos una vuelta por el ‘portal’ para conocerlo y nos llevamos la gran decepción: el túnel tiene el piso roto y todo, absolutamente todo, está sucio. Por supuesto que no nos demoramos mucho allí y decidimos regresarnos en otro TransMilenio. Esta vez ya habíamos aprendido algunas de las tácticas y, tan pronto el articulado abrió la puerta, mi hijo salió disparado y se lanzó sobre una silla y la defendió hasta que yo llegara. Así nos pudimos ir sentados, al lado del fuelle.

Sabíamos que debíamos bajarnos en una parada que se llama ‘Mundo Aventura’. Pero cuando íbamos llegando allí, la voz de la grabadora dijo: ‘próxima parada, Banderas’. Supe de inmediato que no había parada en Mundo Aventura y que nos iba a pasar una buena cantidad de cuadras.

Cuando llegamos a Banderas nos quedamos mirando para lado y lado, buscando la salida del portal, pero no había un solo letrero que nos dijera cómo llegar a la calle. Los letreros le señalan el camino hacia los alimentadores, pero no hacia la calle, en donde teníamos la intención de coger un taxi. Le preguntamos entonces a un celador del lado sur del portal: ¿Por aquí llegamos a la calle? Y el hombre, sin dejar de hablar por celular, nos señaló el camino. Nos fuimos por ahí, pero llegamos a un sitio extrañísimo, en donde se acababa el andén y parecía ser paso de alimentadores. Le preguntamos entonces a una funcionaria de TransMilenio y nos dijo: ‘por aquí puede salir. Con cuidado que por ahí pasan los buses’. Observé el camino y no solo hubiéramos corrido el riesgo de ser atropellados, sino que hubiéramos salido a la mitad de la avenida de Las Américas, sin posibilidad alguna de coger transporte.

Le dijimos a la señora que no íbamos a correr el riesgo y ella nos señaló otra ruta: teníamos que volver a subir y tomar el camino del centro. Luego bajábamos y ahí nos debíamos orientar. Y así lo hicimos. Llegamos entonces a esa salida, que da frente a Carrefour y nos sentimos libres, por fin dentro de un taxi, rumbo a la casa, amando aún más a nuestro carrito y admirados de todo lo que tiene que pasar una persona para ir y volver a su casa, día a día, dentro de esas cajas rojas hechas para atiborrarlas de gente, sin la menor consideración con el usuario, pero con la mayor eficiencia para el bolsillo de sus selectos dueños.