«Pero una noche me dijiste muy feliz /Ya no te quiero ni puedo pensar en ti/ Y esa noche sin motivo y sin razón/ Mataste toda ilusión de aquellas horas tan bellas/ que dejaron honda huella en mi triste corazón/ Y me dejaste solita con las estrellas…».

El lamento salía de los pabellones de la Feria del Libro y, con mi hijo Esteban, nos dejamos llevar por ese compás y fuimos penetrando al pabellón, hasta encontrar, bien adentro, a un puñado de hombres vestidos de negro, con arpa, cuatro, maracas y lo que parecía ser una guitarra, pero que calculo que sería más bien una bandola (¿o bandolina?).

Nos quedamos de pie, dejando que esos acordes nos llenaran de sentimiento llanero. Hasta improvisamos unos pasos de baile de la llanura, pero muy al estilo rolo que más vale que nadie hubiera estado mirando por ahí.

«Como no voy a decir que me gustas… Como no voy a decir que eres centro de atracción… Si por primera vez cuando aquel día te miré, mi alma tranquila tuvo un síntoma de amor….», cantó luego el hombre que llevaba el micrófono.

Nos quedamos un rato y seguimos nuestro itinerario por la Feria del Libro, pero no para ver libros, sino para absorber toda esa cultura, toda esa magia que hay alrededor de ellos.

Llegamos, por ejemplo, al stand del Jardín Botánico y nos encontramos con la ‘cazamoscas’, una planta que yo no conocía y que la persona que atendía allí nos explicó que cada hoja es un atrapa insectos. Y de hecho, una de las ramitas estaba doblada. ‘Ahí tiene a un mosco que cazó anoche’, nos explicó el guía.

Allí mismo conocimos al ‘Caballero de la noche’, que es un árbol de flores moradas y lila que, dicen, huele muy rico. No lo pudimos sentir bien porque el olor lo expande es en las noches. Por eso su nombre.

Pasamos al stand de Pavco, en donde una chica, con una gran sonrisa, nos invitó a sentarnos en el piso acolchado, todo color azul. Empezó a hablarnos de la importancia del agua para el hombre, de cómo los indígenas adoraban a su ‘Pacha mama’ (madre tierra) y cómo nosotros podíamos cuidar a esa madre para que nos durara más.

«La Urbanidad de Carreño decía: ‘báñese cada 15 días, así esté limpio'», dijo la señorita, como anécdota que, por supuesto, no habrá de llevarse a la realidad. Un ‘ufffffffffffff’ de los asistentes así lo comprobó.

También nos explicó cómo la primera planta de tratamiento de agua potable que tuvo Bogotá es la de Vitelma, construida en 1938 y que aún existe.

Y nos enseñaron también cómo ahora, los viejos tubos por donde se transportaba el agua a las casas, han sido ‘forrados’ por dentro con PVC.

‘Agua: la solución está en sus manos’, dice el final de la micro conferencia, en la que los asistentes van diciendo distintas formas de ahorrar: ducharse más rápido, no dejar abierta la llave mientras se cepilla los dientes, entre muchas otras.

Llegamos después al stand de 4/72 y encontramos exhibidas toda una belleza de estampillas, de todos los tamaños, colores y valores. Una joven nos explicó cuánto pueden valer unas y otras, pero más que eso, nos dio todo un paseo por el mundo de las estampillas en Bogotá. Nos enseñó cómo se pueden retirar de un sobre para que no se dañen y hasta nos dieron la posibilidad de enviar una postal, con estampilla, a cualquier parte del mundo.

En uno de los stands, de los más grandes, hay una réplica de la que era la Plaza Mayor, hoy Plaza de Bolívar. El piso es de baldosín grabado. Al fondo se ve la Catedral, al otro lado la alcaldía y en el centro está la fuente que originalmente tenía la plaza, antes de que llegara allí la estatua de Simón Bolívar.

Más adentro de ese, que es el pabellón del bicentenario, las personas pueden caminar sobre un inmenso grabado en el que aparecen historias breves de los hombres y de las mujeres de la Independencia.

En otro lugar, se puede hacer un recorrido virtual desde Barranquilla hasta Bogotá, por el río Magdalena, conociendo de paso la historia de cada uno de sus puertos.

En ese pabellón, todo huele a historia.

También resultamos en una carrera de observación en un stand dedicado a Eduardo Caballero Calderón y, en otro stand, jugando monopolio con figuras de los museos de Bogotá.

No compramos un solo libro. Están muy caros, en su mayoría. Pero sí compramos un juego didáctico, en el pabellón dedicado a los niños y jóvenes; y una colección de rompecabezas que nos pidió Iván, nuestro hijo de 4 años.

Así es que recuerde que la Feria del Libro no es solo para comprar libros. Es para deleitarse con todo un mundo de conocimiento que hay alrededor de ellos. Y que aún tiene tiempo para ir, porque dura hasta el 23 de agosto. Anímese. No se arrepentirá.