Cuando el Obispo dijo que estaba bajando el Espíritu Santo y que sintiéramos cómo iba entrando en cada uno de nosotros, especialmente en las más de 100 personas que se estaban confirmando, cerré los ojos e imaginé una luz, muy fuerte, cayendo sobre nosotros y sentí como si me estuviera recorriendo el cuerpo entero.
Luego imaginé la luz sobre mi ahijado de confirmación y empecé a rogar al cielo para que esa luz lo ilumine por siempre, lo guíe, lo llene de sabiduría y lo siga llevando por el camino del bien y de la felicidad.
Fue como si se tratara de un encuentro con Dios. En esos momentos sentí que las afugias diarias que trae la vida no son nada mientras estemos en paz con nosotros y con Dios.
Dios no nos va a resolver los problemas diarios, pero si estamos con él, vamos a encontrar el camino y la sabiduría para saber enfrentar la vida.
Mi ahijado de confirmación no dijo nada. No sé qué haya sentido. Pero sí sé que por su mente rondan en este momento miles de preguntas sin respuesta. Él está avanzando en una carrera contra el tiempo. Una veloz carrera que no sabemos a dónde va a llegar.
Como aquella carrera que muchos de nosotros comenzamos cuando decidimos entregar todo nuestro amor a la mujer que nos llena el corazón.
Y digo que es una carrera porque cuando uno se siente enamorado no piensa en más y decide casarse. Algunos, como yo, felizmente. Otros, sin mucha suerte.
Recuerdo que cuando nos íbamos a casar con mi chinita (así le digo a mi esposa), nuestros cerebros parecían corazones. No pensaban. Amaban. Y siguen amando.
Y, como todas las parejas, entramos en la frenética carrera de la boda. La búsqueda de iglesia, el curso matrimonial, la confirmación, la búsqueda del salón, de los músicos, la depuración de la lista de invitados para que no pasaran de cien, las argollas, la selección de los padrinos, de la comida, del licor, de las flores, de las tarjetas de invitación, del carro que habría de llevar a la novia, del que tenía que llevar al novio, de la compra de los vestidos, del ramo, la lista de regalos…
Recuerdo que el día anterior a la boda nos despedimos como si jamás nos fuéramos a volver a ver. Ella se me quedó mirando desde el vidrio de atrás del carro del papá y yo me quedé parado en la esquina, mandándonos besos los dos y dejando caer las lágrimas, hasta que ella se perdió en el horizonte y yo me refugié en mi apartamento.
Nos casamos y al año, cuando llegó nuestro primer hijo, entré en pánico. Por un momento se me olvidaron aquellos gozosos y empecé a pensar en los que me parecían los dolorosos: cómo voy a hacer para alimentarlo, para los pañales, los pañitos, el coche, para vestirlo, para pagarle el colegio… ¿Y cuando entre a la universidad, ¡Qué voy a hacer!!!?
Pero Dios sabe cómo hace sus cosas. El pánico inicial se fue diluyendo con el tiempo, cuando empecé a darme cuenta de que no tenía que pagar todo de un tajo, que todo tenía su hora. Y, sobre todo, se borraron todas mis dudas y mis temores cuando vi a mi hijo por primera vez. Ese día, volví a nacer. Ese día Dios me hizo feliz. Nos hizo felices a los dos. A mi chinita y a mí.
Mi ahijado de confirmación está por vivir esos mismos momentos. Todavía le faltan meses, pero los va a vivir. Y ese día va a ser muy feliz.
Pero la felicidad es completa si desde un comienzo hemos hecho las cosas bien. Con mi chinita nos conocimos y a los tres meses ya le estaba pidiendo matrimonio. Al año nos casamos enamorados. Y somos felices, gracias a Dios, porque nuestros corazones no se equivocaron.
Hoy, viendo a mi ahijado de matrimonio, me pregunto si esa veloz carrera que empezó por el matrimonio está impulsada por el amor a su bebé en camino, por el amor que le tiene a esa buena mujer que empezó a conocer en serio hace tres meses, o por las dos.
Me pregunto si no se podría estar apresurando, por el afán del bebé. Me pregunto si no sería mejor esperar un tiempo. Me asusta que en esa veloz carrera no haya habido tiempo de pensar con cabeza fría.
Y aquí es donde regreso al Obispo, en la ceremonia de confirmación. Y pienso en esa luz entrando en nuestros espíritus. Y en esa fortaleza que se siente en ese momento. Aquí es donde le pido a Dios y al Espíritu Santo, que son la misma persona, que ilumine a mi ahijado. Que le dé luces. Que le muestre el camino.
Y a mi ahijado le pido que escuche y sienta los mensajes que Dios nos envía a través de los demás. Y que siga el camino que Él le indique. Y que sea por siempre feliz.