«Tate quieto mundo, que la cosa no es con vos», dice un amigo mío cuando se pasa de tragos. Y casi repito las mismas palabras el día en que me levanté y se me hizo un remolino en la cabeza, como aquellos que le dan a uno cuando se ha tomado más de media de whisky en una noche de parranda.
Solo que esta vez el asunto no se podía arreglar acostándose en la cama, con un pie puesto en el piso, y rogando que le coja a uno el sueño para detener la borrachera.
Esta vez el asunto era más extraño: no me había tomado un trago en semanas. Me levanté y justo cuando me dirigía a la cocina empecé a irme a lado y lado de la pared del pasillo, sin equilibrio alguno.
Uno piensa primero que eso ocurre porque no se ha acabado de despertar. O que se levantó muy rápido. Pero pasaron los minutos y llegué a la conclusión: estaba ‘borracho’. El mundo seguía dando vueltas sin parar. Por lo menos en mi cabeza.
Me despacharon para la clínica, en donde un neurólogo, después de examinarme, me acostó abruptamente a lado y lado de la camilla, y me dejó más borracho de lo que llegué. Yo trataba de agarrarme hasta de la pared pero solo cogía el viento. Cuando ya pude fijar la vista me encontré con el rostro sonriente del médico, que emocionado me dijo: ‘sí, lo que usted tiene es vértigo’.
Tomó un papel y escribió ‘Vértigo paroxístico posicional benigno’. Y me lo entregó, con la misma sonrisa. A mí me gustó lo de benigno, pero por lo demás quedé en las mismas. Me explicó brevemente lo que era, me dijo cuáles terapias hacer y me aconsejó entrar a Internet, en donde encontraría todas las respuestas a mis inquietudes. Esa es la nueva herramienta de los médicos.
Y mientras pongo en orden otra vez la cabeza, me empecé a dar cuenta de unas cuantas cosas en las que uno no piensa cuando está en total equilibrio.
En diciembre, a las 4 de la tarde de un día entre semana, no hay taxi que lo lleve a uno al centro de Bogotá. No me quedaba otra solución que irme, de tumbo en tumbo, en TransMilenio. El taxista que se negó a llevarme a la Plaza de Bolívar accedió a regañadientes a dejarme en una estación cercana de TransMilenio. Y me llevó a la de Los Héroes.
Apenas me bajé me quedé mirando hacia arriba, al puente que habría que pasar. Y ahí entendí a muchos que se lanzan por entre los carros por debajo del puente peatonal. No todos lo deben hacer por ignorantes o malos ciudadanos, sino que habrá muchos que le tienen miedo a subirse al puente. Como en ese momento me ocurría. ¿Cómo voy a pasarlo, si me voy a lado y lado?, me preguntaba.
Me armé de valor y subí una a una las interminables escaleras. Ya sobre el puente, no me atrevía más que a mirar hacia el frente. Y me fui por la mitad para no mirar los carros abajo. Pero todo era en vano. Primero, todo el mundo iba de afán. Y los que venían me empujaban hacia atrás y los que iban, me empujaban hacia adelante. Nadie parecía siquiera verme.
Decidí irme hacia la derecha del puente, agarrarme con todas las fuerzas al tubo, mirar hacia el frente y avanzar lentamente. Pero ahí me di cuenta de que por más que uno no lo quiera, de manera inconsciente uno ve también el movimiento de los carros abajo que, en caso de vértigo, lo deja a uno más borracho.
Duré un poco más de media hora pasando el puente, buscando la ruta que me servía y esperando un bus que tuviera un puesto libre, porque si uno se sienta en una silla azul, nadie le va a creer que es que en verdad tiene vértigo y lo necesita. Pero alcancé una de las rojas.
Ya en San Victorino, hasta donde llegaba la ruta, me esperaba la otra odisea: caminar hasta la Plaza de Bolívar, a cumplir un compromiso laboral. Y no había otra que ir a pie, porque allí no se consigue ni un taxi.
Empecé a caminar hacia la carrera 10 y me di cuenta de otra cosa: no todos lo que van por la calle tambaleándose son borrachos o drogadictos, como parecían creerlo las decenas y decenas de ojos que se clavaban sobre mí, con rostro de reproche.
También me di cuenta de que uno, cuando está bien de salud, ya es un experto en sortear las avalanchas de personas que vienen y van en las estaciones o en las calles más concurridas. Y uno no se da cuenta de que lo hizo y cómo lo hizo.
Pero si el mundo le está dando vueltas en su cabeza, usted lo que se mete es un susto el macho cuando ve una de esas avalanchas de personas que suelen casi que correr hacia las estaciones, como si su vida dependiera de ello.
El hecho es que apenas me di cuenta de que venía una de esas avalanchas me hice a un lado y quedé entre las casetas de los vendedores ambulantes. Y mientras esperaba que el flujo de personas fuera menor, miré a la izquierda y encontré que allí venden Monopolios, Tíos Ricos, Rompecabezas, lo que sea de juegos de mesa, todos a 5.000 pesos.
Y a mi izquierda alcancé a ver colgados unos controles de televisor. Resulté comprando uno en 10.000 pesos que pagué con una desconfianza total, porque pensé que a la final de pronto no me servía. Pero me equivoqué. Era el que necesitaba.
Tomé valor y me metí entre la gente que subía, pero no conté con que ellos caminaban más rápido que un tipo que siente que se va a caer en cualquier momento. Entonces empezaron fue a empujarme. Y a mirarme mal porque no los dejaba pasar. Pero ahí por los laditos logré llegar hasta la Alcaldía de Bogotá, en la Plaza de Bolívar.
Allí me alcanzó un hombre que me iba a pedir algo. Pero yo ni siquiera podía fijar la mirada en él. Entonces él cambió de idea, me preguntó si estaba enfermo y me invitó a sentarme mientras me recuperaba.
En el mes que llevo con vértigo he aprendido, entonces, varias cosas:
. Los médicos ahora les pueden indicar a los pacientes cómo saber más de la enfermedad que tienen, a través de Internet;
. No hay que contar con los taxistas, hay que tener un plan B;
. No todas las personas que se pasan un puente peatonal por debajo son ignorantes. Muchos de ellos lo que le tienen es pavor a las alturas, o pueden estar enfermos. ¿Quién podría pensar en ellos y hacer, por ejemplo, puentes que tengan su estructura cerrada, como la de la estación de TM en Banderas, en la que el usuario pasa como si fuera casi un túnel, sin ningún temor?
. No todas las personas que se tambalean en la calle son borrachos o drogadictos. Muchos de ellos pueden estar enfermos. O pueden necesitar ayuda.
. Todos tenemos afán de llegar a nuestros destinos. ¿Pero vale la pena atropellarnos por eso?
. Siempre debe haber una razón por la que alguien va lento. Entonces, ¿para qué pelearle o para qué desesperarse? Simplemente, sáquele el quite y siga su camino.
. No todas las cosas son para mal. Si no me hubiera hecho a un lado en San Victorino, no habría comprado el control del televisor.
. Pude sentir el calor humano de una persona desconocida que si bien lo que quería era pedirme algo, de pronto dinero, resultó de buen samaritano.
. Varias personas me han dado distintas fórmulas para curar el vértigo. Y me di cuenta de que cada una de ellas lo que quiere es aportarle a uno para que se recupere. Es como algo innato. Al saber que uno está enfermos de algo, de una vez le van aconsejando, muchas veces sin conocerlo. Es el sentido que tienen muchos colombianos de querer ayudar a los demás para que estén bien. Es como si siempre llevaran la Navidad por dentro.
Y la final: tener vértigo es una ventaja, porque uno se emborracha sin gastar un solo peso en trago.