Estaba tan entretenido haciendo unos textos para Colombia es Pasión, que no me podía parar del computador. Eran unos pies de fotos para dar información sobre los más hermosos paisajes y sitios que tiene Colombia. Me entretuve con el Cañón del Chicamocha, con el parque de los Nevados, con el Mariposario del Quindío…
Pero mientras escribía todos esos textos, uno tras otro, como en una euforia por Colombia, veía a mi derecha, a solo dos pasos, la única botella de Coca Cola que quedaba y que me llamaba y me llamaba. Tenía sed. Eran ya casi las 4 de la mañana. Me quería tomar esa Coca Cola, pero las ganas de seguir escribiendo no me dejaban parar de la silla.
Apareció entonces mi esposa, entre dormida y despierta. Pasó frente a mí, me saludó, entró a la cocina, salió y cuando me di cuenta, llevaba debajo del brazo… ¡la Coca Cola!
Me le quedé mirando… no a ella… a la Coca Cola… Y como si fuera una película, sentí como si me estuviera lanzando por encima de la mesa, en cámara lenta, con la mano derecha hacia adelante, la boca abierta y el ceño fruncido, para agarrar el preciado líquido. Pero a los pocos segundos me di cuenta de que no me había movido de mi silla. Acababa de desaparecer la Coca Cola frente a mis ojos. Ya se la estaban tomando ella y mi hijo Iván. Había perdido la batalla.
Y es que, como lo confesé en el blog ‘Se agranda el territorio Postobón’, soy un adicto a la Coca Cola. En mis buenas épocas, dormía con una de dos litros al lado de mi cama. Y no era extraño que amaneciera vacía.
Poco a poco le bajé al consumo porque todo el mundo le dice a uno que eso es muy malo. Pero eso no evitaba que comprara dos o tres de 600 mililitros y me las llevara para la oficina para consumirlas en un solo día, aparte de la del almuerzo.
Un día llegó el periodista Andrés Rodríguez, cuando trabajábamos en la Alcaldía de Bogotá, con una Coca Cola en su mano. Y sabiendo de mi adicción, se puso de pie, cogió en su mano derecha la botella y con la izquierda empezó a abrirla bien despacio, de tal manera que se escuchara ese hermoso sonido que le hace agua a uno en la boca y se me quedó mirando con una cara de éxtasis del sediento, haciendo fieros, que no me quedó más remedio que salir corriendo a la tienda de la esquina a buscar la Coca Cola que calmara mis ansias.
En mi casa llegamos al punto de que se compraban cuatro Coca Colas de 600 diarias solo para mí y, si los demás querían, podían comprar las de dos litros. Las mías eran intocables.
Por las noches, cuando iba a tomar pastillas, las tomaba con Coca Cola y todos siempre me decían que no me iban a hacer efecto. En las madrugadas, cuando me despertaba, solo tenía que mover mi mano a la derecha y ahí estaba la botella. Y en las mañanas, antes del desayuno, no había nada mejor que un sorbo de Coca Cola.
Pero se me acabó el reinado. Una médico internista de cuyo nombre no quiero acordarme y una nutricionista me prohibieron la Coca Cola. Ese fatídico día, en que esta última confirmó la sentencia de la primera, supe que tendría que dejar ese matrimonio. Mis dos hijos, presentes en la cita con la nutricionista, me lo recuerdan a cada momento.
Ese día llegué a mi casa y había una Coca Cola de 600. La abrí. Mi hijo Esteban me dijo. ‘no la puedes tomar’. ‘Es la última’, le respondí. La abrí muy despacio, para que sonara esa salida de gas que tantas veces me cautivó. Empecé a saborearla y a sentir esas burbujitas tan sabrosas en la boca. Parecía como si estuviera en el Edén.
Empezó a bajar por mi garganta como el elixir de los dioses y me la tomé de un jalón. Quedó una gota y me la tomé. Dejé la botella encima de la mesa y mi hijo Iván, de 5 años, sabiendo que era la última que me habré de tomar, la cogió, salió corriendo hacia la cocina, la botó y volvió corriendo por toda la sala diciendo ‘quiero volar’, con lo que sentenció mi compromiso para dejar la Coca Cola.
Ya pasaron tres semanas. Y la prueba de fuego la tuve cuando llevé a mis hijos a Mac Donald’s y no encontré qué tomar. Ya no hacen café. Los jugos en caja no los puedo tomar. Y menos cualquiera de las gaseosas. Por lo que tuve que esperar a salir de allí a buscar el primer sitio en donde vendieran otra cosa. Como un masato, por ejemplo.
No he vuelto a probar la Coca Cola. Y no lo podré hacer. ‘Piense en sus hijos’, me dijo la nutricionista. Y si bien me molestó que me dijera eso, cada vez que me da sed, pienso en ellos y me tomo un jugo natural.
Estar en un mundo sin Coca Cola es extrañar esas cosquillitas en la garganta. Es sentirse desprotegido a la hora de calmar la sed. Es privarse de un placer. Es tener una ansiedad que no se puede controlar. Es un sacrificio verdadero.