Todo comenzó con uno de esos animalitos rastreros a los que la mayoría de nosotros  les tenemos asco. Llegué un día al hotel en el que me hospedo en Cúcuta, corrí la cortina de la ducha y el insecto salió corriendo alrededor del sifón. La verdad es que no sé aún quién corrió primero, si el animal o yo.

Aquel no hallaba por donde salir, pero yo sí encontré rápidamente la puerta y corrí hasta la recepción a decirle a Óscar, el recepcionista nocturno, que había un animal en mi cuarto. Él, muy tranquilo, agarró un insecticida que parece que ya tienen listo para este tipo de ocasiones, caminó hacia mi cuarto, conmigo detrás, entró, vio el animal y le roció una buena cantidad del líquido hasta que este quedó allí, con las patas arriba, sin moverse siquiera.

Habíamos logrado dar el primer paso. El segundo era sacarlo. Y Óscar, con toda la naturalidad del caso, tomó un fajo de papel higiénico, lo agarró, lo botó lejos, fuera de la habitación, y se devolvió triunfante.

Yo me quedé allí sin saber qué hacer. Me daba fastidio entrar a la ducha, aún en chancletas. Hice contorsiones hasta agarrar la llave del agua y la abrí para que lavara cualquier vestigio del despreciable insecto.  Al cabo de un buen rato me llené de valor, me puse bajo el grifo y me duché, rogando porque no se me fuera a caer el jabón, porque no hubiera sido capaz siquiera de recogerlo sabiendo que habría de caer en el territorio que pisó el despreciable insecto de marras.

Días después, el mismo Óscar pasó por todo el hotel fumigando con un  tanque a sus espaldas, tapabocas y todo lo demás. No le faltaba sino la escafandra. ‘No habrá más insectos’, pensé.

Pero esa noche, cuando me senté frente a mi habitación, muy cerca de la piscina, a fumarme un cigarrillo, empecé a ver cómo otro de esos insectos rastreros se asomaba por entre las matas del jardín y solo se iba cuando yo había dado el tercer chancletazo contra el piso para espantarlo.

Para ese entonces yo ya había comprado en el Éxito mi propio insecticida. Había empezado mi guerra contra los insectos. Y como el animal ese se asomaba y huía, volvía a asomarse y huía, decidí entrarme a la habitación, pero llenar primero el piso de la entrada con el insecticida, para que no se atreviera a entrar.

Al día siguiente ya no eran uno sino dos los insectos esos que estaban en la habitación, pero esta vez muertos. Corrí otra vez a la recepción y la señora me dijo, con una inusual naturalidad, que eso era normal porque había jardín y árboles frente a la habitación, que allí siempre se fumigaba y que prueba de ello era que los animales habían amanecido muertos.

Pedí entonces un aseo general a la habitación, cosa que hicieron, pero esta vez me explicaron que el pedazo de metal que está en el piso de la ducha es para tapar el sifón, porque por ahí es que se entran los bichos esos. Santo remedio.

Pero ahí no habría de parar mi batalla contra los animales. Otro día que llegué en la noche, abrí la puerta y algo salió corriendo por entre las paredes. Cuando lo pude encontrar era un animal verde que con una agilidad tenaz saltaba de una pared a la otra en el baño, luego a la cortina de la ducha, luego al techo…

Como siempre, salí corriendo: ¨¡Óscar, hay un animal en mi cuarto!», le dije al recepcionista, que me tranquilizó y me pidió que lo describiera. «Ahhhh es una lagartijita!!!!’, dijo y se fue con un palo a buscarla. ¡No, no la vaya a matar ahí!´, le dije, pensando no en el animal sino en los vestigios que habrían de quedar. Pero él no le iba a hacer daño. Solo la dirigió hacia una ventana para que se saliera y ya. Todo tranquilo. Todo en paz.

Y como a mí me da fastidio todo (mal que se me habrá de quitar en algún momento), cuando me bañaba no me atrevía ni a poner las manos sobre la pared del lado ni sobre la cortina, de pensar que por ahí hubiera caminado la lagartija. Ya se imaginarán entonces el desafío para el equilibrio cuando me iba a enjabonar. Levantaba un pie para echarme jabón y empezaba a saltar con el otro para no caerme. Se me caía el jabón y yo lo lavaba unas tres veces, no va y hubiera caído sobre una de las baldosas que hayan tocado el insecto o la lagartija.

Pero para colmo de males, otra noche me encontré en la habitación a un cienpiés. Me quedé pensándolo un  buen rato y concluí que ese no le hacía daño a nadie. Me acosté a dormir y después de dar vueltas y vueltas, prendí la luz a ver para dónde había cogido el animal. Y lo ví enroscándose. Me dio fastidio y, entonces, otra vez, salí corriendo para la recepción: ‘Óscar!, hay un animal en mi cuarto!’.

‘Lo que pasa es que a usted, como no le gustan los animales, lo persiguen’, me contestó con una sonrisa.  Y se fue hasta allá, lo tomó con un papel y lo sacó del cuarto.

La última vez ocurrió cuando iba a abrir la habitación. Metí la llave, le di vuelta y cuando la estaba sacando vi, al lado de la perilla, una cosa verde, alargada, que parecía estar subiendo. ‘¡Oscar!’, volví a llamar. Y él llegó: ‘Ahhhh, es un gusanito. Esos son inofensivos’, me dijo.

Y ni les cuento la batalla contra los zancudos en mi oficina, que empiezan a atacar en la tarde. Una vez los agarré a punta de Baygón y al que le tocó salirse de la oficina fue a mí, porque no se podía ni respirar de la cantidad de insecticida.

Así las cosas, ya estoy resignado. Ya sé que los insectos y los animales son cosa innata en una tierra en la que puede haber temperaturas de hasta 35 grados y ya aprendí que las lagartijitas no son dañinas ni sucias. ‘Hasta se alimentan de hojitas nada más’, me dijo un amigo. También apren dí que uno no puede pretender que estar en un hotel en Cúcuta sea igual a su apartamento en Bogotá y hasta estoy tratando de ponerle nombre a la lagartijita que me sigue haciendo el juego de las escondidas algunas noches desde el techo de mi habitación.