Lo conocí en el Hotel Tequendama de Bogotá, hasta donde llegué a entrevistarlo. Desde el primer estrechón de manos sentí su energía. Y nos sentamos, uno frente al otro, acompañados por un amigo periodista al que yo había invitado a ir a hablar con Facundo Cabral; y por un reportero gráfico que después de sacar las fotos se quedó sentado, lelo, escuchando cada frase que él iba diciendo.
Y como ocurría siempre con Facundo Cabral, no pasaron más de unos cuantos minutos para que quedara seducido por sus palabras. Cada frase que salía de sus labios era una inyección de vida para mí.
Empecé a escucharlo, luego a admirarlo y en un punto de la entrevista empecé también a quererlo. Porque las frases de Cabral fueron siempre ráfagas de vida, de esperanza, de amor y detrás de esos grandes lentes oscuros uno veía casi que a un profeta, a un hombre que hubiera enviado el mismísimo Dios a enseñarnos que los hombres nos debemos amar los unos a los otros, que debemos luchar por la paz, que debemos perdonar, que nos debemos abrazar y que debemos vivir la felicidad ya.
Facundo Cabral fue un hombre que sufrió inmensamente en la vida. Y que a pesar de ello, se reconcilió con esa misma vida.
Siendo un niño su padre los abandonó. Y quisiera tener en este momento las palabras exactas con las que nos contó su odisea, pero a falta de ellas debo resumirlas para que entendamos quién fue ese extraordinario ser.
Apenas su padre los dejó, su madre Sara tuvo que salir de la Patagonia, al sur de Argentina, en un vía crucis hasta Buenos Aires para buscar un mejor destino para ella y sus hijos. Pero en el camino, por las bajísimas temperaturas  y por el hambre, Cabral tuvo que ver cómo se iban muriendo algunos de sus hermanitos.
Cada paso, cada golpe, cada angustia en el camino le traía a su mente al padre que los abandonó. Y lo culpó por la muerte de sus hermanos, por el sufrimiento de su amadísima madre Sara.
Era un chiquillo aún, cuando decidió que tenía que robar para sobrevivir. Y se volvió ladrón y mendigo a la vez.
«Quemé  escuelas, robé autos, y véanme aquí, cuando me subo a un escenario,  soy el tipo más pacífico del mundo», nos dijo en esa ocasión.
Si usted le preguntaba cuándo había  nacido, Cabral no le decía que fue en 1937, cuando en verdad ocurrió. Él decía que nació fue aquel día que, viviendo en las calles, un hombre con una guitarra le enseñó las tablas de Moisés.
Con ese hombre anduvo calles y tuvo los mejores ratos sacándole a la vida una canción. ‘De mendigos, íbamos a los mejores restaurantes’, nos contó. Y explicó que su amigo sabía por dónde era que botaban la comida que habían desechado los comensales, y que además tenía la habilidad para seleccionarla y dividirla, de tal manera que les quedara plato fuerte y hasta postre.
Ese hombre lo convirtió. Y el corazón y el alma de Cabral pusieron todo de su parte y lo fueron llevando por un camino de amor. Un camino en el que se convirtió en un maestro de la vida. Un terreno que él anduvo analizando a los hombres y a las mujeres, a sus propios destinos, aprendiendo de ellos y de ellas, absorbiendo felicidad, para poderla irradiar después.
Pero los sufrimientos no habrían de detenerse en la vida de Facundo. Recién casado y recién nacida su hija fueron a presentársela a la abuela materna. Pero él se quedó del avión. ‘Allá nos vemos’, les dijo. Y minutos más tarde supo que la aeronave se había accidentado y que su alma había quedado nuevamente vacía. Parecía como si la vida se hubiera ensañado contra él. Parecía no haber destino.
Pero Cabral se levantó. Puso los pies firmes sobre la tierra, elevó su alma a Dios y tomó el camino que lo habría de convertir en el gran filósofo de la vida, en el adalid de la paz, en el pregonero del amor.
Una vez, cuando estaba terminando uno de sus conciertos, alguien se le acercó y le dijo: ‘en el pasillo está tu padre. Y quiere hablar contigo’. Cabral, que no hallaba el momento de encontrárselo para cobrarle todas las que les había hecho sufrir, terminó el concierto. Bajó del escenario y preguntó ‘¿dónde está?’. Allí, le señalaron en un pasillo. Él se le quedó mirando. Cabral también. Se fueron acercando temerosos los dos. Y en cuestión de segundos se fundieron en un gran abrazo. El abrazo del perdón. Porque el alma de Facundo ya estaba sana y esta le indicaba que había que irradiar amor, siempre amor. Y que habría que enseñarlo con el ejemplo. Lo que hizo hasta ayer, cuando partió, seguramente, a ser cobijado bajo el manto de Dios.
Vea aquí la historia de ‘No soy de aquí, no soy de allá’ (Favor ir al final del artículo)
Nota: Este artículo fue escrito inicialmente para el periódico Q’hubo de Cúcuta y para la página web del diario La Opinión