Cuando Jayson empieza a cantar lo hace desde su propio asiento. Tiene la particularidad de que no se levanta de él, sino que toma el micrófono, lo acerca a sus labios y empieza a entonar la canción, muchas veces frunciendo el ceño, con sentimiento y con una voz aguda que parece salida del alma, con las pausas en donde debe hacerlas y como degustando cada frase y cada son.

«Me dediqué a perderte/ y me ausenté en momentos que se han ido para siempre/ Me dediqué a no verte/ y me encerré en mi mundo y no pudiste detenerme/ Y me alejé mil veces…», va cantando y va echando el cuerpo hacia adelante y subiendo un poco la cabeza como queriendo sacar más ese dejo que hay en el corazón.

Jonathan es distinto. Él se levanta del asiento, toma el micrófono, empieza a entonar la canción y a la vez que canta va hablando con sus gestos, mostrando la emoción, moviendo tímidamente el cuerpo al son de la música, a veces haciendo el zapateao llanero, a veces solo con una mano en el bolsillo, pero siempre, al igual que Jayson, transmitiendo alegría con su cantar.

«En la sala de un hospital, a las 9:43, nació Simón/ es el verano del 56, el orgullo de don Andrés, por ser varón/fue criado como los demás…», arranca a cantar y se va poniendo en pie. Dobla los brazos y los echa rápidamente uno al frente y otro atrás, al ritmo de la canción y hace un amago para bailar mientras canta «No se puede corregir, a la naturaleza….».

A los dos se les une Giovanni, que aparte de cantar bien en solitario, lo hace a dúo con cualquiera de los dos. Con una mirada o una mínima seña se hablan entre ellos y saben quién habrá de continuar con la siguiente estrofa.

«Me voy, dejando todo lo que te di/ me voy, dejando la vida aquí/me voy, llorando en calma…», canta Giovanni, con una mano en el micrófono y otra en el bolsillo, de pie mirando la pantalla, llevando el ritmo con sus pies y haciendo la voz como la de Andrés Cepeda.

No son un trío famoso. Ni siquiera son músicos o cantantes de profesión. El uno es ingeniero, otro reportero gráfico y otro, periodista; pero en las noches de rumba son un mismo cantar, espontáneo, alegre, divertido.

El escenario es siempre un karaoke, en donde se rodean de una cantidad de personas que llegan allí a hacer lo mismo: a cantar a grito herido, a sacar de la cabeza las preocupaciones, a divertirse y a divertir, a escuchar y a ser escuchados, a vivir unos momentos deliciosos en compañía de unos amigos a los que siempre habrán de deleitar.

Yo confieso ser uno de estos últimos. No canto ni una estrofa. No me sé las canciones y aunque ya me he arriesgado con algunas de ellas, sé muy bien que no le llego a los talones ni a Nino Bravo, ni a Vicente Fernández, ni a Perales y mucho menos a Juan Gabriel.

Por eso es que me emociona tanto estar en un Karaoke, pero de esos en los que todos pueden cantar desde sus mesas y no tienen que sufrir el rigor de pasar a un escenario para hacer el oso mientras los demás se quedan silenciosos preguntándose si hay que aplaudir o chiflar.

No. Estar en un Karaoke es dejar que los que sepan canten y cantar con ellos desde muy lejos del micrófono para no interrumpirlos, pero muy cerca de nuestras ganas de sacar de adentro esas estrofas que nos emocionan, de gritar si se quiere, y hacerlo con esa pasión que nos transmite cada canción.

Estar en un karaoke es ver aquella señora, muy bien arregladita, ya con un poco de edad encima, sentada y recostada hacia un lado del asiento, su cabeza echada hacia la izquierda, su cuerpo sostenido por la pared, la pierna izquierda cruzada y sobre ella el brazo con el que aferra el micrófono y entonando muy dulcemente: «Tu eres la tristeza de mis ojos, que lloran en silencio por tu amor, me miro en el espejo y veo en tu rostro, el tiempo que he sufrido por tu adiós…».

También es ver a aquel hombre gordo, que no puede cantar sentado, que toma el micrófono y en un solo segundo se convierte en todo un barítono que llena la sala con su voz y nos hace sentir a Vicente Fernández; o a aquel señor que si uno no lo estuviera viendo diría que el que canta es el mismísimo Juan Gabriel; o a aquella mujer que vestida de mariachi y ya terminada su faena, llega allí a desahogar su propia alma con los temas que a ella le gustan y no con los que debe cantar en las serenatas.

Estar en un karaoke también es ver a aquellos y aquellas jóvenes que no cogen ni una sola estrofa pero que se divierten burlándose entre sí o se pelean el micrófono para ver si otro puede salvar la canción.

Y en últimas, estar en un karaoke es dar rienda suelta a la emoción, hasta para los que no nos atrevemos a emular a los grandes, pero que en cualquier momento de descuido resultamos cantando a grito entero y en coro «…mátalas, con flores con canciones, no les falles, que no hay mujer en este mundo, que pueda resistirse a los detalles…».