Pasaba por la rotativa del periódico después del mediodía cuando vi trabajando aún a uno de los dos muchachos que la mantienen, a pesar de que a las 12 del día en Cúcuta todos salen a almorzar y muchos, bastantes, también a hacer su propia siesta hasta antes de las 2 de la tarde, hora del regreso.
Lo saludé y seguí a recoger el almuerzo que doña Farly me manda todos los días. Mientras comía en el restaurante del periódico, empecé a escuchar una cuchilla cortando el papel, de manera constante, casi que con ritmo, sin dejar de parar.
De regreso volví a ver al joven que no paraba de trabajar. Él era el de la cuchilla. Cortaba el papel como le habían indicado, sin parar, sin hablar y hasta con un rostro adusto.
Se sorprendió cuando le hablé. ¿Y eso, usted a qué hora almuerza? le pregunté. ‘Yo no almuerzo’, me respondió.  Y empezó a contarme su historia.
Todos los días caminaba varias horas para llegar al periódico, en donde estaba haciendo las prácticas del SENA. Recibía entonces una remuneración del 70 por ciento de un salario mínimo. Estudiaba mecánica, pero aquí estaba dedicado al mantenimiento de la rotativa. Y como si fuera poco, sabía que ese trabajo no le serviría de nada porque su mente estaba puesta en los talleres de mecánica y no en la industria editorial.
¿Y por qué no almuerza?, indagué de nuevo. ‘Si le contara que a veces ni desayuno. La plata no alcanza’, me respondió y me dio a entender que vivía con un familiar, en las mismas condiciones.
¿Qué objetivo tiene estar trabajando si lo que se recibe no le da a uno ni siquiera para el transporte y la alimentación?, me pregunté. Casi que se lo digo, pero entendí que él estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para sacar adelante su carrera técnica, en la que tal vez tuviera afincadas sus esperanzas.
Por la tarde le di un refrigerio y desde ese día no dejé de sentirme culpable cada mediodía, cuando yo salía a almorzar y él se quedaba allí, a veces trabajando o a veces haciendo la siesta porque así, me dijo, se pasaba más rápido el tiempo.
A los pocos días llegó a mi oficina. Estaba muy nervioso. Me dijo que un familiar le había ofrecido un empleo en mecánica y que le empezaba a pagar desde ese mismo día. Pero no sabía si renunciar o no, porque sentía que si lo hacía estaba faltando a su palabra cuando firmó el contrato de las prácticas.
‘No lo piense ni un momento. Vaya ya y renuncie’, le dije. Pero él lo seguía pensando, porque su compañero se había ido de vacaciones y no quería generar otro problema a la empresa. ‘Déjele ese problema a la empresa. Resuelva el suyo. Primero está usted. Vaya y hable con administración, cuénteles lo que le pasa  y verá que lo van a entender’, le dije.
Él se animó y se fue a hacerlo de una vez. Al momento regresó, feliz. Tenía carta libre para irse de una vez. Entró a mi oficina, me estrechó la mano, se volteó y se fue llorando. Pero de felicidad.