El taxista nos advirtió apenas nos bajamos en la playa de Bocagrande en Cartagena. «No acepten intermediarios. Todo háganlo directamente a través de las casetas», nos dijo sabiamente. Y nosotros no alcanzamos a cerrar la puerta del vehículo cuando ya un cartagenero nos estaba ofreciendo el servicio de carpa.
‘Patrón, venga por acá. Le tengo la carpa para cuatro personas. Yo le llevo el almuerzo allá, le pongo su mesita», decía, mientras saludaba afablemente y luego daba su nombre para que no se nos olvidara que con él era el negocio.
Hasta ahí nos llegó la recomendación del taxista. Nos fuimos con el cartagenero que nos ubicó en una carpa, frente al mar, buscó dos sillas plásticas para completar las cuatro, las enterró en la arena y nos dijo que iba a estar por allí para todo lo que necesitáramos.
Como el afán de uno es meterse al mar lo más pronto posible, en minutos ya estábamos allá. Pero mi esposa… mi esposa… ¿Qué se hizo mi esposa? Y voltee a mirar, cuando ya la tenía una negra echándole cremas y diciéndole que si se quería dar un masaje.
Más tarde me senté desprevenido en la silla y sentí la mano de la negra en mi cuello. Comenzaba a hacerme un masaje preguntando a la vez si quería hacérmelo. Le contesté ‘No, gracias’. Y ella seguía tratando de convencerme mientras sus manos ya iban en los hombros. Hablaba y hablaba, sobre las ventajas del masaje, si me lo hacía. Yo seguía con el ‘No, gracias’.
Me tomó de la mano, levantó uno de mis brazos y siguió ahí. ‘Tranquilo que no te voy a cobrá. Es para que sepas cómo se hace’, dijo, mientras seguía. Y poco a poco, entre charla y masaje, llegó el momento del ‘ya está’, ‘¿cómo se siente patrón?, son solo 20 mil pesitos’.
‘¡20 mil pesos! Pero si le dije que no y usted insistió en que era gratis!’, le dije. ‘Ajá, pero mira, quedaste como nuevo (no fue así). Son 20 mil’, dijo tajante, poniendo su rostro contra la brisa y mirándome con cara de ya no muy buenos amigos. Resulté pagándole 10.000 pesos, después de que me enteré de que a mi esposa no le había ido tan bien: ¡le cobraron 40!
Mientras eso ocurría, pasaba el señor de las pantalonetas. ‘No, gracias,’, le decíamos mis hijos y mi esposa. Llegaba el del ceviche, después el de los collares, otro de los collares, el tercero de los collares, el quinto de los collares, el de las gafas, el del almuerzo en cajas, la de las piñas, la de las patillas, la de las trenzas, el de las manualidades, y nosotros nos hicimos expertos en decir ‘No, gracias’.
Al segundo día cambiamos de estrategia con las de los masajes. ‘No, porque a las 5 de la tarde tengo cita en un spa’, les respondíamos cada vez que venía una de ellas. Y se comían el cuento y nos dejaban tranquilos.
A los de las gafas les decíamos que ya habíamos comprado, hasta que nos salió un paisano que dijo ‘pero esta le queda mejor’ y se las fue poniendo a mi hijo Esteban, a pesar del ‘no, gracias’, ‘no, gracias’ nuestro.
Pasó entonces el de las ostras. Parecía que tuviera una piedra en la mano. Abríó con un cuchillo una parte y salió una ostra. Le echó limón y me la dio. ‘Tranquilo patrón, que no se la voy a cobrar. Se las voy a dar solo para que pruebe. Luego tu me compras’. Mientras decía eso iba abriendo, echando limón y yo iba chupando las ostras, no sé por qué, si ni siquiera tenían sabor. De pronto por lo que a uno lo seduce lo gratis. ¡Gratis! A la final el señor empezó a contar los huecos de la piedra: uno, dos… nueve, diez, once, son 33.000 pesos, me dijo. ¡33.000!, pero si usted me dijo que eran gratis!
No había razonamientos allí. El señor lo que hizo fue empezar a rebajar el precio, hasta que le dije que solo le iba a dar 10.000 pesos. Mi hijo Esteban, desde la carpa, dijo ‘20.000 pesos’, porque no me había escuchado. El pescador cogió de una esa cifra y no se bajó de los 20.000. Le di los 10.000 y se fue enfurecido, refunfuñando, como si yo le hubiera metido una ‘tumbada’.
Me metí al mar con mi hijo Iván. Uno se siente más seguro del asedio de los vendedores entre el agua. Pero no. En un momento estaba al lado mío el cartagenero con su tabla para que subiera allí al niño, ‘sin compromiso’. También el de la moto. Y yo: ‘no, gracias’, ‘no, gracias’, ‘¡que no, muchas gracias!’.