Ante todos los intentos, la mayoría de ellos exitosos, por cambiar la Constitución Política de 1991, el que se está empezando a promover ahora podría ser el más peligroso.
Del pasado es que se aprenden las lecciones. Y la Constituyente de 1991 nos dejó bastantes. Una de ellas, por ejemplo, es que se sabe cuándo se inician y cómo comienzan, pero no cómo terminan.
La Constituyente de 1991 se convocó para reformar la Constitución Política de 1886. Y resultó derogándola en su totalidad, en una fervorosa noche en la que los defensores de la primera quedaron aplastados por el ritmo revolucionario (en el buen sentido de la palabra) que ya habían tomado las sesiones.
Eso mismo podría ocurrir ahora. Si se convoca a una Constituyente para derogar la vergonzosa reforma a la justicia que aprobaron los congresistas, podríamos encontrarnos con que de un momento a otro nos cambien las normas que, mal o bien, nos han regido los últimos 21 años.
El problema de una nueva Constituyente no es el expresidente Álvaro Uribe, quien se está erigiendo como su principal promotor. Porque es de esperar que él lucharía allí por los cambios que sigue considerando prioritarios para la Nación, pero lo haría en franca lid y de manera democrática con las otras fuerzas que salgan elegidas.
El verdadero problema son los corruptos. Que abundan en el Congreso y en todos los estamentos del Estado. Y lo es el narcotráfico. Y lo son la guerrilla, los paramilitares (que aún existen, por lo menos en sus estructuras armadas bajo el mote de las bacrim), las redes del contrabando que en Colombia operan como verdaderas multinacionales y tienen un altísimo poder corruptor.
Pongámonos a pensar, nada más, en quiénes podrían ser los constituyentes. Por supuesto que habría elecciones para escogerlos. Y ya veremos a los corruptos de siempre y a otros más comprando votos en cada esquina y veremos a los colombianos ingenuos que seguirán votando por los mismos y nos encontraremos a la final con unos constituyentes que serían algo así como un minicongreso.
Pensemos entonces que en la convocatoria se excluyera a los congresistas como miembros de la Constituyente. Entonces veríamos a sus hijos, esposas, primos, compadres, sentados en las sillas de la Constituyente.
Y veríamos a guerrilleros y paramilitares disfrazados de candidatos y luego posesionados de una curul en la Constituyente.
Veríamos ríos de dinero correr para comprar constituyentes o candidatos.
Y luego, esos candidatos corruptos tratarían de hacer mayorías en la Constituyente y podrían llegar a derogar la Constitución de 1991, para crear una que se les acomode más a sus intereses.
Por eso es que el camino ahora debe ser el referendo de revocatoria de la reforma a la Justicia. No queda otra salida. El Presidente de la República no puede hacer nada. Si acaso podría presentar un proyecto de reforma constitucional derogando la reforma y mientras este se aprueba (necesita ocho debates en dos legislaturas distintas) ya sin el gato los ratones habrían hecho fiestas.
La Corte Constitucional tampoco puede hacer nada, porque es beneficiaria de esa Ley. Tendría que elegir conjueces.
Por eso es que la única salida es el referendo revocatorio. Estaríamos actuando así para echar abajo el vergonzoso articulado ya aprobado en el Congreso y no correríamos el riesgo de sufrir un mal mayor, con la Constituyente, por tratar de evitar otro.
Incluso, deberíamos pedirles la renuncia a los congresistas que se atrevieron a conciliar el texto y dejaron los ‘micos’ que hoy nos tienen estupefactos. Para que no los olvidemos, estos son sus nombres:
Alejandro Carlos Chacón Camargo
Germán Varón Cotrino
Carlos Edward Osorio
Gustavo Puentes Díaz
Orlando Velandia Sepúlveda
Jesús Ignacio García
Eduardo Enríquez Maya
Juan Carlos Restrepo
Juan Manuel Corzo
Luis Fernando Duque y
Martín Emilio Morales