Decenas de personas se detuvieron frente a los televisores de un centro comercial de Cúcuta. Mariana Pajón se preparaba para la salida. El tumulto se fue agrandando y hasta los conductores empezaron a parar allí. En cuestión de segundos se escuchó como si fuera un solo grito y la gente empezó a saltar, a abrazarse entre sí y los choferes empezaron a hacer sonar sus pitos. ¡Colombia tenía medalla de oro!

Esa misma escena, con más o con menos personas se repitió en los más lejanos rincones de Colombia, en donde parientes, amigos y extraños se abrazaron, gritaron, saltaron, y se unieron a un canto que, sin ponerse de acuerdo, unió a los colombianos en esos instantes: el de ¡Colombia!, ¡Colombia!, ¡Colombia!

En esos momentos el corazón se siente estallar. Las lágrimas ruedan por nuestras mejillas y siente uno que quisiera pasarse esa pantalla para coger a esa mujer, darle un gigantesco abrazo y decirle ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!

Todos vimos cómo Mariana se abrazaba con su equipo y lloraba. Bajo ese casco había lágrimas de alegría. Lo confesó después. ‘Lloré hasta más no poder’, dijo. Pero tan pronto como pudo modular palabra le dio las gracias a todo un país, porque ella sintió que todos estábamos, desde aquí, dándole fuerzas, haciendo fuerza con los pies y las manos inconscientemente como si eso la fuera a llevar al podio. Todos contuvimos el aliento y todos rompimos en júbilo cuando pasó la meta.

Mariana logró unir a todo un país. Logró que todos los corazones se sanaran de odios, por lo menos en unos instantes. Y con ella, los otros siete medallistas olímpicos que también nos hicieron saltar de alegría con sus triunfos.

Rigoberto Urán se había fracturado los dos codos años atrás y llegó a Londres con todos los bríos, pero la noche anterior a su competencia le informaron que él no estaba inscrito. Sin embargo, la providencia le tenía reservado un gran día. Todo se arregló en la mañana, compitió y le dio la primera medalla olímpica a Colombia en los Juegos Olímpicos de Londres, la de plata en Ciclismo en Ruta. Ese día, los colombianos también saltamos de alegría y de orgullo por nuestros deportistas.

Óscar Figueroa es otro de esos héroes que no se derrotan. Hace cuatro años, en los Juegos Olímpicos de Pekín, fue a levantar las pesas y no pudo. Tenía una lesión en la muñeca. Se fue, llorando, pero ese mismo día se prometió que llegaría a los próximos juegos a cobrar revancha. Y lo hizo, al alzar 177 kilogramos en envión. Cuando sostuvo esas pesas sobre su cabeza todos estábamos haciendo fuerza. Quisiéramos estar ahí para sostenerlo. Pero él lo hizo por sí mismo y cuando las bajó, le dio un puño al viento, como quien dice ‘lo logré’ y no solo nos dio la de plata, sino que rompió el récord olímpico en envión. En minutos, el hombre fuerte se deshizo en lágrimas, pero de alegría.

Vino entonces Yuri Alvear y en una intensa batalla, logró la medalla de bronce en Judo. Y tan pronto lo hizo se arrodilló en la pista, unió sus manos y levantó la mirada al cielo para darle gracias al Creador. Luego, no se cansó de repetir: ‘Dios es perfecto (…). Esto se lo debo a Dios’. En el podio miraba con inmensa ternura su medalla, le daba vuelta, la volvía a mirar, orgullosa de sí y de ser colombiana.

En ese momento ya los colombianos estábamos henchidos de orgullo. Habíamos superado todos los logros desde Múnich 1972, cuando tuvimos tres medallas.

Caterine Ibargüen también nos puso cita en el televisor. Estaba tercera y saltó 14.80. Tan pronto como lo hizo se quedó entre la arena, se llevó la mano a la boca como si fuera a ahogar el grito de emoción y luego se arropó con la bandera de su Patria. Se quedó con la de plata, dejando a nuestra delegación de deportistas en Londres como la mejor de toda la historia de los olímpicos.

Óscar Muñoz, quien todavía no ha cumplido los 20 años, se quitó la protección de su cabeza, permaneció de rodillas, echó la cabeza bien hacia atrás, con las manos hacia arriba y estoy seguro de que le dio gracias a Dios. Luego se quedó con el brazo derecha arriba y cuando lo saludó su contrincante parecía que estuviera soñando. Mientras tanto, los colombianos lo estábamos aplaudiendo desde aquí, celebrando su bronce en Taekwondo. Una medalla que nadie esperaba y que el joven vallenato nos regaló.

La emoción de Jackeline Rentería , cuando ganó su medalla de bronce, nos la transmitió directo al corazón. Cuando su entrenador la fue a felicitar le hizo una llave, lo dejó con la espalda sobre la pista y lo apretó con emoción. Su forma de abrazar. Tomó la bandera de Colombia y la hizo ondear. Luego le dijo al país que esa medalla es de todos los colombianos.

La medalla de bronce de Carlos Mario Oquendo también fue bien sufrida. En las dos pruebas iniciales el deportista, que tiene dos platinas en un brazo y se ha fracturado en cerca de una decena de veces, se vino al suelo y los demás le pasaron por encima. Todos, creo yo, gritamos. Pero él se recuperó y le puso toda el alma a su última oportunidad, hasta lograr llegar tercero a la meta y hacer vibrar a un país de emoción, de orgullo por un puñado de chicos y chicas que nos están dando un ejemplo hermoso de lo que es la unidad nacional en el deporte y de lo que es el valor humano de cada uno de ellos, que lucha y lucha, hasta llegar al máximo punto que se propuso para ofrecerle ese esfuerzo a sus compatriotas, que hoy los abrazamos con amor inmenso.

@VargasGalvis