Estábamos riéndonos a carcajadas, en una amplia mesa del Club de la Policía en Bogotá, con todas las ocurrencias de la familia Roa, los hermanos de mi mejor amigo, Miguel Ángel, que se casaba ese día, cuando vi que el mesero se le acercó al papá de la novia y este quedó parado de inmediato.
Ahí supe que algo estaba pasando. Dejé la mesa y me fui a preguntarle al mesero. ‘Hay toque de queda porque mataron a Galán’, me dijo. Así, de un solo jalón. Sentí lo que es estremecerse el cuerpo. Ese corrientazo que pasa en microsegundos de la cabeza a los pies.
Corrí al teléfono público del club, llamé a Colprensa, la agencia de noticias para la que trabajaba en ese momento, y el jefe de Redacción me dijo lo que yo no quería volver a escuchar: ‘Sí, lo mataron’. Nos quedamos mudos los dos. Creo que como a mí, a él tampoco le salían las palabras, porque un nudo se nos travesaba en la garganta.
Corrí a buscar un taxi sin despedirme de nadie y tomé uno en el que llegaban otros elegantes invitados a alguna de las ceremonias del club y que, por supuesto, no sabían lo que había pasado. Subíamos por la calle 34 y yo sentía que cada vez nos adentrábamos más en las penumbras. Sentía como si el mundo se me viniera encima. Como si estuviéramos entrando en un oscuro túnel sin final. Paré a comprar varias cajas de cigarrillos y seguí hacia Colprensa. Me sentía desgarrado, con rabia infinita, con mucha, mucha, demasiada rabia.
Ya todos sabíamos lo que debíamos hacer en la redacción. Mi primera función fue la de escribir sobre el encuentro que tuvimos en Colprensa con Luis Carlos Galán, semana y media antes de su asesinato.
Esa vez lo habíamos invitado a una entrevista en la Agencia y él contestó todos los interrogantes con la propiedad de un estadista. A lo último, cuando doña Gloria, su esposa, lo estaba esperando en la recepción para una reunión a la que ya iban retrasados para el Cinep, le hice la pregunta que le hacía a todos los candidatos: ¿Y cuál es su política de paz? Me contestó que ese tema lo quería tratar a fondo con nosotros. Nos pidió que lo recibiéramos dos semanas después (porque tenía un compromiso en Medellín y la siguiente semana viajaba a Venezuela), pero nos dio un adelanto.
Una verdadera política de paz, dijo, debe partir de una política de Estado para la juventud, porque así como en los años 60 se dio una explosión demográfica, en los 90 había una explosión de juventud. Y él creía ciegamente en que había que darles oportunidades a esos jóvenes y asegurar el futuro de esa generación.
Yo estaba tecleando todo eso en mi computador, aquel fatídico viernes 18 de agosto de 1989, casi de memoria, pero con los ojos nublados. Casi que adivinaba el teclado. Miraba alrededor. Todos hacíamos las cosas muy rápido, pero no había casi palabras. Los rostros de todos mis colegas periodistas tenían fruncido el ceño y estoy seguro de que estaban haciendo lo suyo con el mismo dolor que parecía rompernos el alma. Todos lo queríamos y lo admirábamos. ¡Vaya si lo queríamos! Lo veíamos como una esperanza, en medio de toda aquella catástrofe en la que el narcoterrorismo sumió al país.
El día del sepelio me correspondió cubrir lo que ocurriera en la Plaza de Bolívar y en la Catedral Primada de Colombia. Me paré en las gradas de esta última. La Plaza estaba a reventar. La Policía había puesto vallas sobre la séptima y la multitud parecía no caber allí. Por las calles 10 y 11, también había lleno total.
Cuando el presidente Virgilio Barco entró a la zona de la Plaza de Bolívar, caminando por la séptima con todo su gabinete, el pueblo empezó a gritar «¡Justicia!, ¡Justicia!, ¡Justicia!». Yo miraba al Presidente y trataba de imaginar qué podría estar sintiendo y pensando un gobernante en aquellos momentos, en los que el propio pueblo no solo gritaba, sino que lo hacía llorando, pidiendo el más elemental de los derechos: por lo menos justicia.
Terminada la ceremonia en la Catedral, cuando Barco salía, una anciana elevó sus brazos por encima de una de las vallas y alcanzó a coger las manos del presidente. No se las soltaba y mirándolo a los ojos le dijo ‘Presidente, nos mataron a Galán. Por favor, haga justicia, por favor’. El presidente le acarició cariñosamente las manos y siguió su camino. En silencio.
‘Galán, Galán, Galán’, empezaron a gritar miles de voces de todas las edades, tan pronto como el cuerpo de su líder estaba siendo sacado en andas de la Catedral.
Corrí adelante. Por la carrera Séptima. Y miraba hacia atrás cómo lo traían en hombros. Venía navegando por entre la multitud. El ataúd subía y bajaba al paso de quienes lo cargaban y ya estaba completamente rodeado de familiares, amigos, dirigentes de todas las clases y el principal aliado de Galán: su pueblo.
Entre mis ojos encharcados alcanzaba a ver al payaso llorando, el rostro de ancianos, ancianas, jóvenes y niños pequeños, que lloraban de verdad. Que estaban heridos en lo más profundo. Que gritaban ‘No mataron un candidato, mataron un Presidente’, ‘No mataron un candidato, mataron un Presidente’.
La carrera Séptima, los puentes de la calle 26 y todo de ahí hasta el Cementerio Central, estaban forrados de gente. De pueblo que se lanzó a las calles a despedir a su líder. De un pueblo dolido que no veía futuro para la Nación. De un pueblo sin esperanzas, porque cuando se pierde lo que es querido pareciera que fuera el final.
Al cementerio central no dejaron entrar sino a los familiares, amigos, dirigentes, periodistas y otros personajes de la vida nacional. Yo me subí en un mausoleo, frente a la tarima en donde habrían de decir los discursos, para ver bien lo que pasara.
Vi a Juan Manuel Galán, a sus 17 años, al lado de la tarima. Algo estaba haciendo con un papel. Luego subió a la tarima y dijo una de las frases más contundentes que no deberíamos olvidar: ‘los narcotraficantes no son colombianos’ (porque no merecen serlo).
Siguió leyendo el texto, levantó la mirada buscando a alguien entre los invitados, y ahí fue cuando dijo: ‘doctor Gaviria, retome usted las banderas de mi padre’. Gaviria hizo una de esas sonrisas que siempre hace y movió la cabeza en señal de agradecimiento.
Juan Manuel, en el momento de más dolor, pensó y actuó para que el legado de su padre no se fuera a desvanecer. Y escogió a la única persona que en ese momento podría hacerlo, a pesar de que Gaviria no era galanista (era de la vieja guardia Liberal) y había tan solo acabado de llegar a la campaña de Galán, como jefe de debate, escogido por Galán porque sabía que iba a necesitar también de las maquinarias del liberalismo para ganar. Y Gaviria era garantía de ello.
Todos los periodistas esperamos a Gaviria y le preguntamos si aceptaba las banderas. Pero él nos dijo que no iba a dar declaraciones ese día.
Finalmente, un grupo de periodistas nos quedamos allí y nos pusimos a charlar unos minutos con Gaviria hasta que él decidió partir. Lo acompañábamos, entre otros, Antonio José Caballero, de RCN y mi colega de Colprensa, Jesús Ortíz. Pero tan pronto llegamos a la puerta del cementerio nos encontramos con decenas de personas, que llenaban una buena parte de la calle 26 hacia arriba, y que empezaron a gritar ‘Gaviria, Presidente’, ‘Gaviria, Presidente’.
Nosotros no atinamos más que a tomarnos de las manos, junto con unos poquitos escoltas que tenía Gaviria, y hacer una cadena a su alrededor, para impedir que esas personas se fueran encima. Así lo llevamos hasta el carro, que estaba al otro costado de la 26. Él partió y con Jesús nos quedamos mirando a la multitud. Ahí entendimos que Juan Manuel Galán no solo había entregado las banderas de su padre, sino que había decidido el destino del nuevo Presidente de la República de Colombia.
Twitter: @VargasGalvis