Crónica es hacer vivir y sentir al lector todo aquello que vivimos y sentimos en el sitio de los hechos.
La crónica es ver a través de los ojos y del corazón de aquel niño que abraza a su padre y lo aferra contra sí, como si no quisiera dejarlo escapar, como si quisiera detener allí el tiempo. Como si no quisiera separarse de él jamás.
Crónica es mirar para otro lado. Para donde no miran los periodistas cuando van a cubrir un hecho. Mirar la pequeñez o admirar la grandeza, sentirla, vivirla y transmitirla.
Una verdadera crónica saca el alma del periodista y la deposita en la de sus lectores. Une sus corazones, llora, canta o ríe con ellos. Pero lo hacen ambos, ayudados por ese lenguaje que en mucho es de letras y en mucho más es de sentimientos compartidos, como almas gemelas a las que habrá de impactar el mismo momento.
Para hacer una crónica no se necesita una grabadora, sino un corazón. No se necesita una filmadora, sino la mente puesta en los detalles que habrán de enriquecer nuestro relato.
¿Por qué es mirar para otro lado? Porque mientras muchos están ocupados en grabar textuales las respuestas de un personaje, otros pueden estar observando más bien cómo, mientras habla, se aferra a la mano de su esposa, tratando de llenarse de energía, como buscando su fortaleza, como buscando ocultar su dolor.
Porque mientras unos miran la procesión pasar, otros, los cronistas, observan los rostros de los fieles y tratan de leerles sus mentes y sus corazones, para captar sus sentimientos.
El cronista va por la vida descubriendo cada detalle, cual niño que apenas se asoma al universo. Tiene esa capacidad de asombro, tiene esas ganas de preguntar ‘y que es esto’, ‘para qué sirve’, ‘cómo funciona’, ‘¿y por qué?’, sin ponerse rojo de la pena, sino permitiendo que su interlocutor se luzca con la respuesta y aprendiendo cada minuto más de la vida y de las pequeñas o grandes cosas que pasan en ella.
Un cronista se sube a un bus y no entrevista al conductor. Charla con él, deja que él se extienda en la palabra, que exprese aquello que jamás hubiéramos pensado en preguntar, pero que sale de una charla sincera.
Un cronista ve un partido de fútbol de espaldas, o desde el momento en el que las cámaras de televisión se apagaron.
De espaldas, porque la televisión ya está mostrando lo que pasa en la gramilla. Y el cronista puede transmitirle al mundo la emoción del partido a través del rostro, de los gritos, de los cánticos, de los saltos, del llanto o la euforia de los espectadores. Al día siguiente todos ya habrán sabido quién metió el gol, pero no habrán sentido la emoción con la que lo cantó un abuelo en las gradas y cómo este  terminó en un solo abrazo con su nieto, llorando los dos, sabiéndose grandes porque su equipo fue el ganador.
O desde que se apagaron las cámaras, porque nadie sabrá entonces del grito de triunfo con el que entró un jugador al camerino, o cómo sus compañeros se llevaron casi en andas a aquel que se quedó en la cancha, sentado, con la cabeza entre las piernas y sus manos entrelazadas sobre ella, llorando la pérdida, sin querer moverse de allí jamás.
Un buen cronista observa muy bien y le encuentra significado a lo que ve. No es lo mismo ver a aquellos hombres llevando en sus hombros el féretro de un candidato presidencial, que observar cómo uno de ellos, por ejemplo, se muerde los labios para tratar de que no se salga su dolor; a otro que mira perdidamente al horizonte como preguntándose ¿por qué? o a aquel que busca el refugio detrás de sus lentes pero que aún así no pudo disimular esa lágrima que baja por su mejilla simbolizando el amor a un ser que ya no habrá de tener consigo.
La crónica es pasión. Pasión por la vida. Es llorar con el afligido, cantar con quien lo hace, gritarle al mundo la felicidad de un hombre o de un pueblo y hacer que ese mundo se sienta feliz con ese hombre o esa mujer, porque el cronista le hizo llegar al corazón esa alegría.
Para la crónica también hay que investigar. Solo que en este caso no se investiga en los anaqueles de los libros ni en los archivos de Internet. Se investiga en la calle, con quienes vivieron o tuvieron que ver con el acontecimiento que vamos a narrar, con sus protagonistas. Se investiga en las mentes, en los corazones y en las almas de todos aquellos que tengan algo que aportar.
También se investiga en nuestro propio interior. Porque una crónica en primera persona, que muestre cómo vivimos un hecho, tiene ese torrente de energía que nos arde por dentro cuando somos protagonistas o testigos de primera mano. Nadie más acertado para decir lo que sentimos y lo que vivimos, que nuestro propio yo interior.
Para aprender a hacer una buena crónica no basta con saber las definiciones y los formatos, si es que los hubiera, ni leer notas como esta. Hay que ser una buena persona. Hay que aprender a amar a los demás, a escucharlos, a sentirlos.
Un buen cronista va por el camino descubriéndolo. No pasando sobre él. Va observando, va viendo todo aquello que no ven los demás por el afán de pasar por allí. Va mirando rostros e imaginando qué puede estar pasando en sus vidas. No con el afán de buscar un chisme sino con la intención de poder definir los gestos de los otros y casi que ‘adivinar’ aquello que los está afligiendo, los está haciendo felices o los está destacando de los demás.
Porque no es lo mismo decir ‘y pasó un joven con los audífonos puestos cantando’, que describir:  ‘Con los pantalones casi caídos, tal como los usan los jóvenes que parecen estar en guerra con la moda, su cabello revolucionado como si se hubiera despeinado conscientemente, su morral a la espalda y los audífonos puestos, cantaba sin saber que su voz se había alzado y que ya había muchos que casi tarareaban con él ‘ai se eu te pego…’ y hasta alcanzaban a escuchar los acordes musicales por el volumen en el que tenía su MP3″.
Todos tenemos una crónica por contar. ¿Cuál es la suya?