Cuando le pregunté a un taxista, parados al lado de su vehículo, qué sitios turísticos había para conocer en San Cristóbal (Venezuela), miró hacia abajo, posó su mirada sobre la mía y me dijo «¿Viniste a conocer San Cristóbal en plena Semana Santa?».
Me sentí como niño regañado y le dije que solo quería dar una vuelta para ver qué había por ahí. Era Jueves Santo. Y él se armó un lío tratando de mencionar qué sitios se podrían ver ese día, preguntó a otros taxistas, me volvió a mirar y me dijo, con una sonrisa cómplice: ‘Lo único que pudiera estar abierto es Claudio’.
¿Qué es Claudio?, pregunté. Y otra vez la sonrisa cómplice. ‘Un sitio de diversión’. Bueno, ¿pero qué diversión?, indagué. ‘Tu sabes, chicas, muy amables’ e inmediatamente gritó otro taxista que también estaba tanqueando en esa estación: ‘Ni se te ocurra. Hoy hay ley seca. Eso debe estar cerrado’.
Mi interlocutor me volvió a mirar hacia abajo, desde sus al menos 1.80 de estatura, y lo decidió: ‘Para qué te voy a sacar la plata, chico. Te podría dar vuelta por toda la ciudad, cobrarte unos buenos bolos (bolívares), pero la verdad es que eso no hay nada para ver’.
Habíamos salido esa mañana desde la terminal de Cúcuta, en donde nos indicaron que unos taxis viejos del fondo eran los que iban a San Cristóbal. Son como unas lanchas, ninguna de ellas de menos de 20 años, que cobran por puesto. Íbamos cuatro, con el conductor.
Llegamos al primer control de la Guardia Nacional venezolana, a la que temen muchos y de la que no he oído ningún buen comentario. A mi compañero de viaje, Giovanni Lizcano, le pusieron problema. Tenía en el pasaporte una fecha de ingreso a Venezuela que no era la del día. Él se defendió diciéndole al guardia que esos sellos tienen validez de tres meses, pero el uniformado lo hizo bajar y se lo llevó para una oficina. Yo intenté, solidariamente, irme con él, pero casi en coro me gritaron el conductor y el otro pasajero que no me bajara. «Le sacan por lo menos 100 bolos a usted también», dijo el conductor. Nos quedamos esperando.
Pasaron menos de cinco minutos y mi amigo regresó. ¿Cuánto te sacaron?, preguntó el conductor. 100 bolívares (unos 9.000 pesos), respondió.
Y es que, según cuentan colombianos que a diario pasan por allí, en la frontera es muy usual que los guardias venezolanos detengan por cualquier motivo a un pasajero, hasta que este resuelva pasarles unos billeticos para que no lo molesten más.
«Aquí pongan al que pongan, a la Madre Teresa, la sobornan’, dijo el taxista.
Llegamos a San Cristóbal y nos metimos en el Sambil, un centro comercial grandísimo, en forma de barco, en donde uno se vuelve loco comprando. Allí se puede conseguir un buen pantalón por 30.000 pesos, una buena camisa por 17.000 o una camiseta polo por 6.300 pesos. El calzado, ropa para hombre y mujer, los perfumes, todo, absolutamente todo, es muy barato, porque ahora un bolívar vale 90 centavos de peso.
Para el desayuno del día siguiente nos tocó irnos a un pueblo cercano, Táriba, porque todo estaba cerrado, en Viernes Santo, en San Cristóbal. Llegamos allí hacia las 11 de la mañana y paramos de inmediato en el letrero que decía ‘Cachapa’. Nunca la había probado. Es una deliciosísima arepa de mazorca, a la que le incluyen queso y jamón, y si usted desea también se la sirven con carne de res y de cerdo.
Cuando recorríamos el pueblo, que parece uno de esos boyacenses pequeñitos, vi que vendían chivas en un almacén. Yo las colecciono. Pregunté en dónde las fabricaban los venezolanos y me informaron que no, que son colombianas, a pesar de que digan Venezuela. ‘Es que les mandamos poner eso’, confesó una de las vendedoras. Las venden a 45 bolívares (unos 4.500 pesos). Son las mismas de mil y hasta 500 pesos que se ven en el Pasaje Rivas de Bogotá.
Bajo la lluvia cogimos un taxi que parecía ser el único que estuviera trabajando en aquella población y nos dirigimos a la terminal de transportes de San Cristóbal, en donde todos los negocios estaban cerrados. Era un carro modelo 1975, al que, aparte de cerrarle la puerta de adelante, ¡había que pasarle cerrojo con un picaporte para que no se fuera a salir el pasajero!
Su dueño es don Guillermo, un hombre de 48 años a quien la vida lo ha tratado duro, por lo que en su rostro muestra mucha mayor edad.
Cuenta que trabajó «en todo» y nos hace una breve descripción de la manera como se tuvo que batir en la calle y en muchos oficios para salir adelante.
Se casó con una ocañera «a la que le saqué cinco hijos», más otros tres que tiene de dos matrimonios anteriores.
«Son cinco hijos que parecen pollitos, porque comen y comen», dice, hablando de los chiquitos.
Y entre charla y charla nos va contando lo que ya es una relación de vieja data y tal vez la que más le ha durado: la suya con su Dodge modelo 1975.
Don Guillermo se explaya contando cómo lo mantiene de bien, pero sin darse cuenta nos va narrando los dolores de su carrito, al que, incluso, la noche anterior le tuvo que cambiar el alternador porque se le reventó cuando ya estaba llegando a su casa.
No tiene velocímetro, tampoco tacómetro y menos le funcionan el radio o el aire acondicionado. De ello no hay ni rastro allí. Pero es su consentido. Tanto que dice que la noche anterior ya habló con su mujer y quedaron en que había que invertirle una platica al carro. «Tanto que nos da, ya es hora de que le demos alguito», dice.
Vive en Peribeca, «porque Peribeca es Peribeca y el resto es mentira». Allí, dice, tengo mi rancho viejo. Un ‘rancho’ que hizo a pulso, según narra, de ladrillo y con una cantidad de cemento que le regalaron de lo que sobró de la construcción de una calle.
Allá están sus ‘catiritos’. «Usted llega por allá y pregunta que dónde viven los catiritos y todo el mundo le dice», nos cuenta ya cuando nos estamos despidiendo en la terminal de San Cristóbal.
Lo vi alejarse pero se me quedó una frase que dijo, hablando de sus angustias diarias: «pero no soy pobre, porque estando con Dios, uno es rico».
Twitter: VargasGalvis