El carnicero se apoyó en una baranda del puente, mirando cómo pasaban de un lado a otro decenas de personas por entre el río Táchira, pagándole a maleteros o por su propia cuenta, y se preguntaba para qué lo hacían, si de un momento a otro iban a abrir la frontera entre Colombia y Venezuela (*).
“Yo ya dejé de vender ocho días. Afán no tengo como para meterme por entre el río. Un día más, un día menos, lo mismo da”, dijo, resignado a su suerte.
Estábamos parados justo en la mitad del puente Simón Bolívar, que comunica a Cúcuta con San Antonio, y a nuestro alrededor, del lado colombiano, había un poco más de 100 personas que esperaban el lunes 9 de diciembre, pacientemente, a que alguien, del otro lado de la frontera, ordenara correr las dos barracas que había puesto la Guardia Venezolana para cerrar el paso.
Ya habían pasado siete días desde el mediodía del 2 de diciembre cuando, sin avisar, la Guardia Nacional puso esas vallas de metal a las que rodeó con alambres de púas, en el centro del puente, y no dejó pasar a nadie más. Lo mismo ocurrió en el puente Francisco de Paula Santander, que conduce de Cúcuta a Ureña. La frontera quedó cerrada por las elecciones del domingo 8 de diciembre en el vecino país. Cientos de venezolanos y colombianos quedaron ‘atrapados’ a uno y otro lado de la frontera.
Un día después de las elecciones, a muchos colombianos se les ocurrió que ya deberían haber abierto la frontera y se fueron acumulando, uno detrás del otro en el puente Simón Bolívar. Todos llegaban preguntando ¿a qué horas dejan pasar?
Los malhumorados guardias solo decían ‘no se sabe’, ‘hasta cuando manden de allá’ y colombianos y venezolanos quedaban sin saber qué hacer.
“Yo quiero pasar hoy mismo por lo menos para limpiar el almacén”, dijo un hombre que tiene un almacén de calzado en San Antonio. Lo fabrica en Cúcuta y lo vende al otro lado.
¿A qué hora abren?
Mientras unos cuantos se dedicaban a mirar pasar a las personas por entre el río, los otros no se movían ni un milímetro del frente de las barracas, a la espera de que las quitaran. ‘En 10 minutos abren’, dijo un señor. Pero no era cierto. El comandante venezolano de la zona de frontera que había llegado unos minutos antes había dicho que hacía unas llamadas y luego miraban a qué hora dejaban pasar.
La hora de la apertura del puente dependía de a quién se le preguntara. ‘Dijeron que a las 6 de la tarde”, aseguró un hombre. ‘Al mediodía’, dijo otro. Pero la verdad era que nadie tenía certeza de nada.
Cuando se fue el comandante de la zona de frontera quedó al mando un sargento, para quien no importaba nada. Daba órdenes a los civiles como si estuvieran a su mando. Se pavoneaba de un lado a otro del puente, detrás de la barraca, y al lado de un camión de la Guardia Nacional.
Una señora pidió que la dejaran pasar porque acababan de ponerle un cuello ortopédico y otra, por el niño que llevaba en brazos. El sargento se paró en una escalera del camión y respondió: ‘espere que se vayan los periodistas y pasan’. Y cuando los periodistas de La Opinión y Q’hubo terminaron de hacer su trabajo y él comprobó que no estuvieran por ahí, dejó que las señoras pasaran.
El sargento, que se creía el ‘dueño’ de la frontera en ese momento, recibió una llamada, asintió con la cabeza, se acercó a las vallas y dejó pasar a unas mujeres con niños. Los demás empezaron a correrse hacia adelante para ver si también los dejaban pasar.
‘Ve, se ponen a sabotear y más esperan’, gritó el sargento.
‘La cotufa, la cotufa’, gritaba un vendedor. ‘Tinto, tinto; chocolate, aromática, tinto, tinto’, gritaba otro. Un motociclista no se quiso quedar atrás y gritó: ‘¡Directo San Antonio!’ y todos rieron.
El sargento decidió dejar pasar a otro grupo hacia San Antonio, mientras llegaban también ciudadanos desde San Antonio. Una señora explicó que le dijo a la guardia que tenía cita para un electrocardiograma y le mostró la orden, por lo que la dejaron pasar desde allá. “Pero eso la cola que baja de San Cristóbal está al otro lado. Hay una carramenta!”, aseguró.
Otro señor se volteó y le dijo en broma a un amigo: ‘Que los que tengan camisa rayada los dejan pasar” y aquel, por supuesto, no la tenía.
“¡Bueno, o van a abrir paso o tumbamos esto”, dijo otro señor que amenazaba jocosamente con su bastón.
‘Ayúdeme, ayúdeme’, se escuchó decir a alguien. La voz venía del río, desde donde también se escuchaban risas y gritos de personas que apuraban a otras para llegar rápido al otro lado.
El sargento decidió dejar pasar a otros y cuando iban varios caminando los paró: ‘Ah, no, no, no. Si van a pasar a la familia completa no. Pase de una vez y los espera al otro lado’, le ordenó con voz plena a un señor.
‘Nadie más pasa’
El uniformado miraba por encima de las cabezas a la multitud y decidía quiénes pasaban y quiénes no. ‘Ahora los que están allá’, dijo, señalando a un grupo del centro. ‘Córranse, que viene gente con maletas’, gritó después, al ver que venían personas por el puente que habían dejado pasar en San Antonio.
‘Se están aglomerando mucho y está llegando gente nueva. No llevan ni una hora aquí’, dijo y los colombianos empezaron a gritar que algunos estaban desde las 6 de la mañana y otros desde un poco más tarde. Ya era la 1 p.m.
Ordenó hacer dos filas: una de hombres y otra de mujeres. Yo me fui bien atrás para tomar una foto de las dos filas. Lo hice y el sargento ordenó cerrar la frontera. “No pasa una persona más. Allá me están tomando fotos. No pasa nadie más”, gritó.
Cuando vi que el asunto era conmigo me le fui acercando y le expliqué que no estaba tomando fotos de él sino de la gente. Me pidió que le dejara ver y lo hice. Me dijo que tenía que borrar las que tomé de las filas porque se veía el camión de la Guardia Nacional. La gente gritaba, unos apoyándome y otros pidiéndome que borrara las fotos, pero todos con un ambiente afable.
Estaban contentos, porque ya iban a pasar. Accedí entonces a borrar las tres fotos, chantajeado por el sargento que no iba a dejar pasar a nadie si yo no lo hacía.
Fue entonces cuando se escuchó la voz de mando del vendedor de jugo de mandarina que estaba del lado colombiano: “Vamos a poner una condición. El que tome jugo de mandarina pasa y el que no, no!”, dijo en broma. Hubo risas. Y al final, todos pudieron pasar.
(*) Esta nota la escribí para los periódicos Q’Hubo y La Opinión, ambos de Cúcuta. Hoy la comparto con ustedes.