Recibí la llamada de Gerardo Araújo, gerente del periódico El Universal, de Cartagena, un sábado en la tarde, cuando yo estaba encargado de la edición de la Agencia Colombiana de Noticias Colprensa.
Me pedía el favor de contactar a Gabriel García Márquez, para hacerle unas preguntas que había preparado Gustavo Tatis, el editor cultural de ese diario. Y me dio lo que todo periodista quisiera tener: el teléfono del maestro. Estaba en Bogotá, estrenando apartamento.
Lo llamé de inmediato y le expliqué que le queríamos hacer una entrevista que necesitaba el periódico El Universal. Nos dio la cita para el día siguiente, a eso de las 9 de la mañana.
Como jefe de Redacción podía hacerle la entrevista, pero tenía un grave problema: eso significaría retrasar el servicio informativo de la Agencia el día siguiente. Y tendría 12 periódicos inconformes.
A pesar de querer hacer esa entrevista, me ganó más la responsabilidad del día siguiente y entonces miré hacia la redacción. Vi a un periodista que lo podría hacer. Me le acerqué y le expliqué. Él quedó estupefacto.
Me dijo que no había leído siquiera una obra de Gabo y le expliqué que solo era hacerle las preguntas que nos había enviado Gustavo Tatis.
Lo vi tan inseguro que le dije que fuera con otra periodista, Mónica Puerta. Que entre los dos se daban valor. Aceptó.
Pero en el curso de la tarde lo seguí viendo demasiado nervioso. Me le acerqué y él, realmente, estaba temblando del susto. Literalamente, le temblaban las piernas, la voz. Le dije entonces que no se preocupara, que no fuera. Pero le pedí el favor de que desde ese mismo día se preparara para entrevistar a un hombre de la talla del maestro Gabriel García Márquez.
Decidí correr el riesgo de empezar tarde la edición del domingo y le dije a Mónica que iríamos los dos a hacer la entrevista. Corría el mes de abril de 1990. Y yo sí quería preguntarle muchas cosas a Gabriel García Márquez. Muy distintas a las del cuestionario de Tatis.
Gabo llevaba ausente del país unos seis años. Y la semana anterior, un grupo de periodistas y otras personas habían hecho pública una carta en la que le pedían a todos los intelectuales y líderes, de todas las áreas del saber del país, que dieran sus luces para que el país no se fuera al abismo, como estaba pasando.
Llegamos puntuales a la cita con el maestro. En un edificio nuevo, unas cuadras más allá de la 85 con 15 de Bogotá. Apenas lo vi me corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Estaba frente a uno de los hombres que más he admirado en mi vida. Estaba por hacerle una entrevista al hombre que, pienso, todo periodista quisiera entrevistar.
Pero esa gran sonrisa y ese brazo de Gabo en mi espalda y en la de Mónica nos hizo sentir como en casa. Nos entró a los dos a la sala, que en realidad iba a ser su estudio, porque hasta ahora se estaba pasando, y me llamó la atención la vista. Le dije que era muy buena, pero que lástima que se la estaban tapando.
Nos explicó entonces que cuando compraron el terreno, con otros amigos, y empezaron a construir, se habían asegurado de que esa vista fuera hacia el verdor de ese sector. Pero se lamentó de que aquí en Colombia todo el mundo hace lo que quiere y le empezaron a tapar la vista que él quería tener a la hora de escribir, o de pensar.
Se sentó en un sillón, estiró las piernas y nosotros nos hicimos en el sofá. Le dije entonces que veníamos a hacerle dos entrevistas. Una para El Universal y otra para Colprensa.
Le expliqué que la de El Universal era una entrevista de Gustavo Tatis. Y él sonrió. “A ver, dámela”, me dijo. La leyó detenidamente y respondió: Dile a Tatis que esta entrevista se la contesto a él. Y nos contó la anécdota de aquel día en que se habían citado con Tatis en Cartagena y él no llegó, porque el carro se le varó. Y así, varias veces se les había truncado el encuentro.
Cuando lo decía, Gabo mostraba un gran aprecio por Tatis. Se sentía que lo estimaba. Y él mismo se hizo el compromiso de concederle la entrevista.
Vino entonces el momento crítico. ¿Y cuál es la entrevista de ustedes?, preguntó. Yo sabía que el asunto no iba a ser fácil, porque Gabo, hasta ese momento, no daba declaraciones públicas sobre política colombiana. Y por ahí era que me quería meter yo.
Le expliqué lo de la carta de los periodistas a los pensadores y le dije que quería que él, como ícono colombiano también nos diera sus luces para no caer en el abismo.
Me miró por unos segundos antes de entrar en cólera. Cómo vas a decir que yo no le he dado nada a este país si he escrito… Y empezó, con los ojos cerrados, a hacer la relación de las obras que hizo y le agregó los sitios en los que las escribió. Cuando terminó nos miró y dijo: no había caído en cuenta de que la mayor parte de las obras las he escrito en el exterior.
Aproveché ese momento para decirle: por ejemplo, el pueblo acaba de votar en la séptima papeleta para que se haga una Constituyente. Me parece que es una revolución del pueblo. ¿Usted cómo lo explica?
En eso sí estamos de acuerdo, fue una revolución, dijo. Y empezó a hablar de ello, de su significado, de lo que creía que se debía hacer y hasta nos dijo que le gustaría aportar a esa Asamblea Constituyente.
Era el momento. Habíamos entrado en el tema. Y seguí preguntando por el proceso de paz, por el narcotráfico, el narcoterrorismo, y todo lo respondió, casi sin dejar pausa.
Yo tomaba notas como un loco. Porque a Gabriel García Márquez no le gustaba que le grabaran. Por lo tanto, no grabamos.
Hablamos más de dos horas hasta que llegó un momento como que se agotan los temas. Ya eran casi las 11 de la mañana y ya en mi mente estaba que llevaba dos horas de retraso para iniciar el servicio de Colprensa.
Pero él estaba amañado. Cayó en cuenta de que no nos había ofrecido un tinto y llamó a doña Mercedes. Mientras tanto, empezó a mostrarnos cómo era que quería que quedara su estudio, qué le faltaba, qué le iba a poner.
Cuando nos despedimos nos llevó al ascensor y entró con nosotros para bajar. Ahí fue cuando me dijo: me gustaría leer lo que escribas antes de que lo publiques.
Un periodista jamás debe hacer eso. Pero un periodista no le puede decir no a un hombre de los kilates de Gabriel García Márquez.
Le hice llegar por fax el texto a Barccelona, porque al día siguiente él iba a viajar para allá.
Dos días después recibí la llamada de Gabo. Me había enviado por fax la entrevista revisada. Tu me grabaste, me dijo. No, le respondí. Hubiera sido imposible porque usted se hubiera dado cuenta del cambio del casete (en ese momento no existían las grabadoras digitales).
Te felicito, me dijo. La entrevista está muy fiel. Pero hay una cosa que no dije y es…. (lo que dijo quedó entre nosotros). ¿Te acuerdas de que en ese momento fue cuando me hiciste la pregunta esa cabrona de qué había hecho yo por el país?, me dijo. Entonces le leí los apuntes que había tomado de ese asunto y él me aceptó que lo había dicho, pero me pidió no publicarlo porque se podría dañar algo que él estaba haciendo por el proceso de paz.
Lo demás que tenía el fax de corrección de Gabo eran asuntos mínimos, de redacción y comas, que ahora lamento no haber conservado.
Acepté de inmediato no publicar lo que me dijo y le entregué el reportaje, corregido por Gabo, al director de la Agencia.
Me dio pena después que el reportaje se convirtió en un movimiento de personas que querían votar por Gabo para la Constituyente y él tuvo que salir a explicar que quería participar, pero no como candidato.
Hoy le doy gracias a Dios por haber podido conocer a un hombre inmortal, al mejor embajador que haya tenido Colombia en el mundo, al hombre que transformó a más de una generación de escritores, al hombre que en la sombra trabajó siempre por la paz de Colombia, como lo comprobé aquel día de abril de 1990.
NOTA: Esta entrada en el blog lo escribí ante la invitación que hizo El Tiempo a sus lectores para que narraran sus experiencias con el maestro Gabriel García Márquez.
SEGUNDA NOTA: Aquí se puede leer la entrevista.
Twitter: @VargasGalvis