Anoche soñé que James Rodríguez recibía el balón con el pecho, lo bajaba y sin que siquiera tocara la grama, le daba un zurdazo que dejaba sin aliento a los uruguayos y que hacía explotar de alegría a todo un país. Mi amado país.
Soñé que los colombianos gritaban, saltaban, tocaban vuvuzuelas, tambores, se echaban harina, se abrazaban como hermanos y cantaban lo mismo: ‘Goooooooooooooooool’. Y seguían saltando y gritaban ‘Colombia!, Colombia!, Colombia!’, mientras los expertos de la televisión no hacían más que decir que no habían visto un gol tan hermoso en un mundial.
Soñé que estaba de pie frente al televisor, también cantando gol, pero que mis ojos no alcanzaban a ver la repetición. Que había como mucho líquido en ellos, tanto como para no poder musitar palabra y sentir como si estuviera llorando de verdad.
Soñé y seguí soñando que estaba viendo a Pékerman, saltando, y buscando a quién abrazar a su lado y que más tarde, a la entrada del camerino, había unido su cuerpo al de James Rodríguez y se habían fundido en un abrazo tan, pero tan hermoso, que yo no quería despertar. Era uno de esos abrazos en los que se pone el alma entera y se le traspasa a los demás.
Vi volar a David Ospina. Se me parecía un felino de esos a los que no se les escapa nada, que se mueven con tal rapidez y astucia que desarman al rival.
Era un sueño tan, pero tan hermoso, que imaginé a James metiendo dos estupendos goles en un solo partido y escuché cómo Óscar Washington Tabarez decía en rueda de prensa que el primer gol fue cien por ciento hechura de James y que fue “uno de los grandes goles que se han visto en el mundial’.
Se me aparecían como letras delante de mis borrosos ojos, muy, pero muy encharcados. Y esas letras comparaban a James con Messi, con Neymar, hasta con Pelé, y empecé a imaginarme a James como un rey.
Era un poco difícil imaginármelo así, porque en medio del sueño lo vi con un rostro sonriente y feliz como siempre, entregando unas declaraciones a unos periodistas y diciendo que los méritos eran del conjunto nacional. Nunca se creyó el más duro. Nunca dijo ‘soy yo’. Con una humildad formidable dijo ‘nosotros’.
Por eso no me cuadraba en el sueño eso de verlo con la corona del rey, pero mi espíritu sí me peleaba y gritaba en el interior ‘James, gracias, gracias, gracias’ y cada vez que lo decía las lágrimas se me iban saliendo más, hasta que de un solo jalón dije “James es el rey. ¡Que viva el rey!”.
No recuerdo si en ese sueño era mi hijo Esteban el que me llamaba o yo el que lo llamaba a él.
Pero de lo que sí me acuerdo es que apenas lo escuché mi garganta se hizo un nudo. Él estaba feliz. Celebrando con su amiga y sus amigos. ‘Histórico. En cuartos de final, papi!’, me dijo. Y yo no podía responderle. Dije un ‘sí’, pero me salió ahogado. No podía dejar de llorar. No podía dejar de sentir en el alma que Colombia, nuestra Patria, estaba en cuartos de final.
En ese sueño, imaginé a todos los muchachos de la banca de Colombia corriendo hacia el campo de juego y abrazándose, subiéndose uno encima del otro, rodeando a James a quien parecía que no lo dejaban casi ni respirar, corriendo de un lado a otro sabiéndose grandes, muy grandes, pero humildes, muy humildes. Sabiéndose los 23 héroes colombianos que nos estaban llevando a ese sueño del que yo no quería despertar.
Soñé que en los campos y en las ciudades de Colombia todos estábamos ese día conectados de corazón con el amor a nuestra Patria. Como si hubiera un hilo invisible que atravesara todo el territorio nacional y al que cada uno de nosotros se uniera para cantar nuestro Himno Nacional, para gritar que triunfamos, para dar gracias a Dios, para decir que nuestra Patria es tan, pero tan grande, que de ahora en adelante no hay nada de lo que no vaya a ser capaz.
¡Qué sueño! ¡Qué gran sueño!
Twitter: @VargasGalvis