Las aglomeraciones siguen en TransMilenio sin que a nadie parezca importarle. Y entrar a un bus es toda una batalla. Foto de El Tiempo.

Hasta aquí llegué. Me declaro incapaz de seguir andando en TransMilenio, al menos a las horas en las que solía hacerlo de regreso a casa. Decidí que vale más la tranquilidad que ahorrarse unos pesos que a la final no van a ser un ahorro porque con ese dinero tendremos que pagar a los médicos por todos los males que nos generó el estrés de TransMilenio.

Tomaba TransMilenio en la estación del Museo Nacional, en donde no suelen haber multitudes y desde donde parten rutas vacías. Hacía más de cinco años que no lo hacía porque estaba trabajando en Cúcuta y la distancia del apartamento al trabajo la recorría en tres minutos a pie.

Al comienzo llegué a la estación y no me sorprendió que todos los días pasara lo mismo: frente a las puertas de la ruta se aglomeraban decenas de personas a las que se les iban sumando más y más, unos detrás de otros (sin fila) hasta conformar un grueso número que no cabría en un TransMilenio.

Todas esas personas esperan pacientemente hasta que alguien se digne mandar un bus, que por lo general llega vacío, solo cuando ya hay demasiada gente. Pero cuando llega el articulado,la historia cambia rotundamente. Una estampida de personas se lanza al interior a tratar de sentarse en una de las sillas y se lleva por delante a quienes simplemente queremos entrar al bus.

El asunto es a codazo limpio, a empujones, a estrujones, a maletazos, a carterazos. Ahí gana el más vivo.

Esto no es nada nuevo. Lo saben los millones de usuarios de ese servicio de transporte que nos prometieron como una salvación y que a la final resultó ser más un negocio de unos pocos que buscan encarrilar como animales al mayor número de personas en un solo articulado y movilizar los menos que puedan para ganar más. La ecuación es: a menos buses y más pasajeros arrumados, mayores ganancias para los dueños del sistema.

Pero a mí se me llenó la copa cuando estaba en la segunda fila de ingreso a uno de los articulados y cuando este llegó, empezaron a bajar personas. Ahí mismo inició el forcejeo entre los que salían y los que trataban de entrar. Yo quedé en medio de una especie de torbellino que me jalaba hacia adentro, traté de pasarme para otro lado pero era imposible y fue cuando un joven que salía decidió ponerme un codazo con toda su mala intención.

Reaccioné de inmediato y me le enfrenté, pero gracias a Dios me controlé y no hubo peleas, mientras una cantidad de personas seguía tratando de meterse al bus por una puerta por la que no cabían todos.

Sé que uno debe controlarse en esos casos. Que no debe reaccionar con agresividad. Soy amigo de la paz y de la tranquilidad y nunca caso peleas. Pero ese día, el del codazo, entendí que más vale estar tranquilo, no dejarse provocar y no someterse a situaciones que lo van a sacar a uno de quicio. Si uno lo sigue haciendo así todos los días va a quedar de siquiatra y, como lo dije al comienzo, lo que se ahorra en TransMilenio se lo va a pagar en médicos.

Mi solidaridad para con todos los millones de usuarios que tienen que seguir sufriendo ese irrespeto y ese tratamiento inhumano todos los días, pero en mi caso voy a ver de qué otra manera me voy para mi casa, así me toque coger buses por toda la ciudad o arriesgarme en SITP.

Comprar un carro no es una opción. ¿Qué hace uno con el Pico y Placa, el precio de la gasolina y el de los parqueaderos? Haciendo cuentas, sale más barato un taxi.

Esperemos que el alcalde Peñalosa le ponga más atención a TransMilenio y roguemos porque nos podamos quitar de encima los corruptos que no dejan que el verdadero Transporte Integrado se haga una realidad.

En Twitter: @VargasGalvis