Le calculo unos 40 años. Era un hombre de mediana estatura, vestido de jean y camisa deportiva, sentado en medio de unos 40 colombianos con caras largas, en una interminable fila aguardando que llegara un taxi a recogerlos en el sótano del centro comercial Gran Estación.

Él no tenía la cara larga. Era redonda. Y sus ojos eran rasgados. Sin duda era uno de los siempre jóvenes orientales que siempre expresan felicidad y cordialidad con los demás. Saludan una y otra vez, asienten con la cabeza y se ríen con ganas.

Desde que llegó, de pie en la fila, hablaba animadamente con una mujer colombiana que parecía ser muy cercana a él. Ella lo estaba acompañando por las calles bogotanas, tal vez para conocer, porque no llevaban bolsas que los mostraran como compradores.

La fila en Gran Estación, donde se puede aguardar horas un taxi, es una parte de pie y otra sentada. Pero cuando uno se sienta empieza la curiosa corrida de asiento hacia la derecha y luego en caracol, en la medida en que van llegando los taxis y se va yendo la gente.

El japonés se sentó en la última banca y fue recorriendo, como los demás, todas las otras sillas, hasta llegar a la primera fila. Allí vio la máquina con los paquetes de papas, chitos y gaseosas que para nosotros son casi indiferentes, a menos que nos den ganas de comer algo.

Se paró de su asiento como cuando un niño va a hacer una pilatuna. Se reía de manera pícara. Se puso al frente de la máquina como si se tratara de su mayor reto y empezó a leer: “ins-truc-ci-o-nes”. ¡Blavo! dijo cuando terminó de leer la palabra.

Luego empezó: ‘bi-lle-tes”, “oh, oh”, dijo mientras metía un billete. Cuando la máquina absorbió el dinero volvió a celebrar: ‘¡Blavo!, ¡Blavo!

Para ese momento ya había captado la atención de muchos de quienes aguardaban. Puso las letras y números de lo que quería consumir y de un momento a otro cayó una botella en el recipiente de donde siempre se sacan. El japonés pegó tres brincos y dijo algo que no entendí, sacó la botella y, acurrucado, vio cómo caían las monedas de vueltas. Su amiga le dijo que las tomara y él lo hizo y se volvió a sentar feliz, en medio de aplausos y risas de muchos de quienes lo observaban.

Luego empezó a narrarle a su amiga la hazaña, como cuando un niño le cuenta a uno la última acción de su héroe favorito. Así, rápido, actuando con manos y rostro y mostrando la botella como su indiscutible trofeo.

Yo estaba en la fila detrás de él, lo disfruté todo, pero no entendía por qué un japonés, que tiene miles de esas máquinas a la mano, celebraba tanto haber sacado un producto.

Le pregunté a la señora que estaba a mi lado e iba con ellos y me explicó: “es que él quería sacar algo de allí, sin que nadie le ayudara, leyendo en español. ¡Y lo logro!”.

“Para que vea cómo alguien puede ser feliz con cosas tan pequeñas en la vida”, me dijo. Y sí. El japonés no solo estuvo feliz, sino que nos hizo felices a quienes estábamos allí. Vaya lección que nos dejó.

Twitter: @VargasGalvis

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