A Jhofred Torres siempre se le veía feliz (Foto tomada de su Facebook).

Acabo de devolverme siete meses sin querer. Me llegó un mensaje de la madre de Jhofred Torres, que quiere que nos conectemos por Facebook. Por supuesto que sí. Y empecé a leer lo que ha escrito todo este tiempo, desde aquel fatídico 2 de noviembre de 2017 cuando su hijo, mi amigo, partió improvisadamente para el cielo dejándonos sin aliento.

La verdad es que no sé qué es lo que lo lleva a uno a volver a vivir el dolor. Empecé a leer lo que ella había publicado y me encontré con un mensaje que mostraba un tatuaje en un brazo de alguien y que María del Rosario (la madre) decía que hasta ella se haría uno así en memoria de su primogénito.

Dice: “El día que te fuiste al cielo… fue el más triste de mi vida. Dios a ti te puso alas y a mí me arrancó el corazón”.

Al leer eso mi alma también se arrugó. Pero no fui capaz de detenerme allí. Sabía que iba a sufrir si seguía leyendo. Pero seguí. Pasé por muchas fotos familiares y muchos textos de amor y de dolor y llegué al día de su cumpleaños, cuando su familia lo recordó con cariño y le envió al cielo sus felicidades.

Ese día, ya fallecido Jhofred, Facebook me hizo una mala pasada. Me envió el mensajito de ‘Hoy cumple años Jhofred Torres. Felicítalo”. Y es que no soy capaz de borrarlo de la lista de mis amigos en la red.

Cómo le agradezco a Dios aquella noche que en el club del periódico La Opinión, en Cúcuta, hubiera preferido hablar con él, al lado de mis otros compañeros que estaban celebrando la renuncia de un periodista, que se iba con mejores condiciones.

Todos estábamos allí y Jhofred llegó. No lo conocía. Solo sabía que trabajaba en el periódico, en una de las áreas en las que exigen el uniforme de camiseta roja y blue jeans. Se sentó al lado y empezó a hacer comentarios. Eran inteligentes. Y no sé cómo fue que nos engarzamos en una rica conversación que incluía política, deportes y maneras de enfrentar la vida.

Ese día me di cuenta de lo valioso que era Jhofred, un joven que en ese momento estaba haciendo un reemplazo en el almacén del periódico La Opinión, pero que soñaba con trabajar allí, con escalar peldaños, con ser mejor, con dar todo lo que él tuviera para surgir más, para estudiar más, para saber más.

Su madre, María del Rosario, trabaja en el mismo periódico. Pero él no estaba esperando que las cosas se le dieran porque la tenía allí. Decía siempre que había que lucharla y repetía que se podía hacer, respetando a todos los demás.

Era indudable. La mayoría de empleados del periódico lo quería. Porque por donde quiera que él pasaba saludaba, sabía qué hacia aquella, qué trabajo tenía aquel, les hablaba por sus nombres y siempre, siempre, andaba sonriente. Yo no sé cómo lo hacía, pero a él no lo doblegaban los problemas. Lo afectaban, sí. Pero no lo rendían.

Criticaba algunas cosas, como todos lo hacemos, pero no generaba chismes ni malestares, como muchos otros acostumbran a hacerlo.

Había algunos que le tenían envidia. Tal vez porque para Jhofred todos los hombres y las mujeres éramos iguales. Respetaba a los de mayor rango, pero no se inclinaba ante ellos. Al contrario, aquellos lo invitaban a unírseles en el diálogo. Y eso era lo que no entendían algunos.

Por eso es que digo que gracias a Dios aquel día en el club optamos por hablar entre nosotros. Porque así lo conocí y porque si no hubiera sido así, no hubiera podido aprender todo lo que aprendí de él.

Después pasamos varias noches allí, en el club. Una vez nos pusimos a tomar cerveza hasta con Jhonatan, el encargado de la caseta. Y nos despedimos a la media noche porque ya todo lo habían cerrado. O si no, la habríamos seguido.

Cuando yo llegaba al periódico casi siempre lo veía porque él estaba pasando papel para la rotativa, o llevando cosas del almacén o de circulación de un lado para otro, por donde yo tenía que pasar. Y nos saludábamos, como dos buenos amigos. Compartimos muchos buenos ratos y siempre me dejaba esa buena lección: en la vida no hay que rendirse ante nada, hay que hacerle frente y triunfar.

Nos vimos por última vez el día de mi despedida, cuando me devolví a trabajar a Bogotá. Estaba, como siempre, muy sonriente. Nos despedimos con un fuerte abrazo de hermanos. Porque eso éramos. Seguimos conectados por Facebook y frecuentemente él comentaba o compartía o ponía me gusta en algunas de mis publicaciones.

Hasta que un día vi un mensaje de WhatsApp. Un excompañero decía algo así como ‘Te recordamos Jhofred’. No decía ‘Te seguiremos recordando’ o algo así, pero fue suficiente para que se me prendieran las alarmas. Llamé de inmediato al excompañero a ver qué pasaba. ‘Es que murió ayer por algo que comió y le cayó mal’, me dijo.

El alma me dio un vuelco, los ojos se me nublaron, la voz no me salía. No sé si colgué sin despedirme de mi excompañero o no. Solo me tomé el rostro a dos manos y me puse a llorar en mi oficina del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo en Bogotá. Nadie se dio cuenta, por fortuna.

Entré a su Facebook y le puse este mensaje: “Jhofred, desafortunadamente hoy le escribo para que le llegue un mensaje al cielo. Quisiera dárselo aquí, en la tierra, con un inmenso abrazo. Mi mensaje es que lo llevaré por siempre en el alma. Usted me enseñó muchas cosas con su manera de ser. Siempre yendo hacia adelante, con respeto por los demás, con toda esa inteligencia suya; con esa capacidad de raciocinio, esa preocupación por su tierra, por su país y esas ganas de dar más y más, luchando a diario para ser siempre mejor. Lo vi trabajar duro, porque usted era un convencido de que había que salir adelante bien, honradamente. Y así lo hizo. Usted es un ejemplo para los jóvenes de su edad y para los de todas las edades. Usted me enseñó a estimarlo muchísimo por ser quien era. Por sus valores. Hermano, sé que hoy está en los brazos de Dios y que Él lo cobija con su manto. Y hasta allá extiendo mis brazos para darle ese abrazo inmenso. Amigos por siempre, Jhofred… Amigos por siempre!!!!”.

@Vargas Galvis