Se sabe cómo comienzan las cosas, pero no cómo terminan. Un día, hace más de 50 años, un puñado de hombres decidió alzarse contra el Estado, pero estoy seguro de que no pensaron en que iban a protagonizar una de las historias más negras de nuestro país.
Poco a poco se volvieron sanguinarios. Se quitaron el ropaje de adalides de unas ideas revolucionarias y se convirtieron en terroristas, en auxiliadores del narcotráfico, en secuestradores, violadores de niños, al punto que se ganaron con honores el odio de los colombianos.
Y esos terroristas se perpetuaron allí. El Estado les dio golpes certeros, fuertes, pero ellos siguieron ahí, al frente de su sanguinario negocio y con el arma más mortal: el miedo que infligieron en los campesinos, a quienes arrebataron a sus hijos para llevarlos a la guerra; en las familias, que se veían obligadas a darles lo que les pedían o de lo contrario veían cómo asesinaban a los suyos en su propia finca.
Esos terroristas tenían como rehenes a más de una cuarta parte del país, para ser cautos en las cifras, y pasaron los años, las décadas y el Estado no los pudo acabar, sino debilitar.
Cuando pasaban por un pueblo, las madres arrojaban a sus hijos bajo las camas, los protegían con sus cuerpos y rezaban, rezaban mucho, para que a ninguno de ellos le diera por ir a golpearles a la puerta.
Esos mismos niños crecieron escuchando el terrorífico rotor de un helicóptero, que presagiaba las muertes que al día siguiente iban a encontrar camino a sus escuelas.
Muchos decidieron no aguantar semejante tortura y decidieron irse, para dejar atrás sus honoríficos títulos de campesinos, y pasar a denominarse ‘desplazados’. Una palabra que para el país se volvió tan común que parecía que a ninguno de los doctores de la ciudad les dolieran esas personas.
Para muchos pasó desapercibida la noticia de que Colombia ya tenía más desplazados internos que Siria. En mayo de 2017 el Consejo Noruego para Refugiados lo informó, y dio la cifra de 7,2 millones de desplazados internos. Colombia ocupaba así el vergonzoso primer lugar. Pero eso no fue suficiente para que los doctores de la ciudad, los que mandan en el Congreso, los que se creen importantes, se dieran cuenta de que en verdad Colombia vivía una tragedia.
Al país citadino lo conmovió hasta el alma el atentado al Nogal, pero es que en ese momento no sabían que miles de Nogales más habían desecho familias enteras en el campo colombiano, el que debía estar destinado a darnos los alimentos y que en ese momento solo estaba sembrado de muerte.
Las Farc fueron de lo peor que les pudo pasar a los colombianos. Y todos confiábamos en el Ejército, en la Armada, en la Policía, en todas nuestras Fuerzas Militares, pero estas no lograron derrotarlos.
Todos confiamos en que la Fiscalía llevara a esos sanguinarios a los estrados judiciales, les comprobara lo que habían hecho y les hiciera pagar por ello. Pero no sabíamos que en realidad, muchos de todos los procesos abiertos contra los jefes guerrilleros no tenían las pruebas suficientes para individualizarlos y poderlos llevar a la cárcel, a través de la justicia ordinaria. Si acaso, muchos de ellos, si los hubieran cogido, hubieran sido condenados por rebelión. Si estuviéramos de buenas, otros hubieran podido pagar un poco más. Pero la verdad es que parece que la justicia ordinaria no tiene todas las fichas armadas para poder llevar por lo menos a uno de esos sanguinarios a pagar la máxima condena.
Si todo nos hubiera salido bien, las Fuerzas Militares y de Policía habrían podido capturar a los terroristas y la justicia los habría podido llevar a los estrados judiciales para hacerles pagar lo que hicieron. Pero eso no pasó.
Ahora estamos condenados a que ellos, los guerrilleros, o los terroristas, como se les quiera llamar, confiesen lo que hicieron para poderlos condenar. Y si logramos que además pidan perdón e indemnicen a las víctimas, ya habremos avanzado bastante. Tenemos la ventaja de que si confiesan ante la JEP, cumplirán una pena. No la que queríamos, pero pagarán. Y si no confiesan, mucho mejor, porque habrá otros que, de acuerdo con las reglas de la JEP, los señalarán y los pondrán en evidencia y, en ese caso, el guerrillero que no dijo la verdad quedará tras las rejas por lo menos 20 años.
Es decir que ya el Estado, si no tiene las pruebas, las podrá recabar con los testimonios de otros que buscarán salvarse. Y habrá algo de justicia. No la que esperamos, pero algo.
Eso no lo saben muchos colombianos que no quieren solo justicia sino también venganza. Y hay que entenderlos. Porque el dolor es grande. Inmenso. Pero estos son los momentos en los que tenemos que pensar con cabeza fría. Saber cuál es el mejor camino y entender que no es el de la confrontación política. Porque es hasta contradictorio que hacemos la paz con los violentos y nos agarramos entre los que no somos violentos por ver qué es lo que vamos a hacer con los violentos.
Antes de que algunos me califiquen de guerrillero, o terrorista, o paramilitar, o izquierdista o derechista, o lo hagan con otras personas que conozcan, he de aconsejarles que primero piensen lo que van a decirles a los demás, que se documenten y analicen. No discutan con la mente caliente o nublada. No más divisiones de familias porque alguien piensa de una u otra manera. Por un momento hagan silencio y escuchen a su contradictor. Analicen lo que dice, así no los convenza. Y decidan que no van a pelear más por la diferencia de criterios, sino que van a aceptar que los demás piensen diferente a usted.