Hay gente que se dedica a hacer feliz a la demás gente. Y lo mejor es que son felices en el entretanto. Y me refiero a esa mujer que se para en una plazuela con un tambor y empieza a hacer un solo sonido. Acompasado, como si fuera una marcha. Allí, a un lado, casi contra la pared, luciendo un sombrero que parecía quedarle pequeño, mirando por entre sus lentes primero hacia la nada y luego hacia su instrumento. Nadie la había visto, pero empezaban a escucharla. Se oía una marcha tarara, tararararara, tararararara…
Al hombre de traje que se acercó, alguien le alcanzó un inmenso instrumento del que se empezaron a escuchar solo sus cuerdas. Unos sonidos arrancados con las manos a los que muy pronto se unieron dos flautas (en mi ignorancia musical me parecen flautas). La, laralara larala. lalalarala la la la, la la la… y ahí es donde se unen los violines, las gente hace un ruedo, se emociona y en los segundos pisos de los edificios salen por las ventanas extasiados.
Abajo, jóvenes con trompetas se toman el escenario para dar un sonido que pareciera un lamento, pero que en realidad es un trozo de corazón que sale, con el mismo amor que un bolero le llega al alma a una mujer.
Las chicas y los chicos van saliendo de todas partes. Entran por entre la gente que ve el espectáculo, se abren paso y se unen a los demás para dar mayor majestuosidad al momento. Lo hacen caminando acompasados, al ritmo de sus propios instrumentos, con delicadeza, como cuidando que no se les vaya a ir una nota de más.
De un momento a otro suena una trompeta. El sonido viene de arriba. Es un chico de unos 12 años que desde una de las ventanas se une a sus compañeros del primer piso. Llegan más trompetas, más jóvenes, más personas que solo buscan que aquellos que los escuchan vivan un momento inolvidable.
Un chiquillo de camiseta roja no deja de tocar el violín en todo el centro de la plaza, mientras por otra de las ventanas suenan dos instrumentos más. De un momento a otro el sonido es envolvente, desde abajo, desde arriba…
El Bolero de Ravel les llega a las venas de quienes no se quieren mover del sitio.
Suena el trombón, pon, pon pon; pon pon pon… y ya son una colección de violines los que se escuchan. Todo va como creciendo, llega a un éxtasis y se detiene de repente, mientras todos explotan en aplausos y vítores a esos grandes y chicos que se prepararon para entregar lo que saben hacer, a un público, donde quiera que esté. Esta vez estaba en Sao Paulo, Brasil.
No eran épocas de coronavirus. Eran esas épocas felices que muchos han dejado pasar porque aquello les podría parecer normal. Una orquesta que estaba tocando en un museo, o en un parque o en una plazoleta. Pero ahora, viendo lo felices que fueron quienes escucharon ese día el Bolero de Ravel, estoy seguro de que, cuando salgamos de esta, entre las primeras cosas que vamos a buscar es a esos seres que viven de la música, no para ganar dinero sino para alimentar el alma. Hoy los extrañamos mucho. Pero ya tendremos la oportunidad. Si usted se cuida, seguro que sí.
Twitter: @VargasGalvis