Es mejor que tengamos miedo. Que cada vez que salgamos de casa pensemos que nos podríamos morir si no nos cuidamos de la Covid-19, que a cada paso está el peligro (Foto iStock, publicada por El Tiempo).

Eran tres las mujeres. Se detuvieron frente a una venta de comida asiática en un centro comercial, en la mitad del pasillo, y no se sabía si estaban haciendo fila o mirando el menú expuesto al público. Alguien dijo entonces que se respetara la distancia de dos metros y ellas cayeron en cuenta en ese momento de que estaban casi ‘atrapadas’ entre los que estaban adelante y los de atrás.

Finalmente, todos fueron acomodándose a dos metros de cada uno, pero a medida que iban haciendo el pedido otra vez se aglomeraban en la caja.

En un supermercado del centro occidente de Bogotá, en donde antes había toma de temperatura y gel al ingreso, ya no hay gel y el encargado de la temperatura se la pasa hablando con el celador y les toma a unos y a muchos otros no.

En una de las librerías de otro centro comercial tienen en la puerta un letrero que dice: ‘aforo: 10 personas’. Conté 15 adentro.

En una empresa de correos tienen el huellero y todos los que llegan ponen su dedo allí, pero no he visto el primero que se proteja con alcohol o con gel inmediatamente después. Es más: en el establecimiento no hay ni lo uno ni lo otro.

Un joven bajó corriendo un día las escaleras eléctricas y se ubicó en la mitad de otras dos personas porque no pudo seguir bajando. Cuando le dijeron que había que dejar cuatro escalones de distancia, se devolvió y lo hizo. Lo sabía, pero el afán se lo hizo olvidar.

En otro centro comercial se arremolinaron los domiciliarios frente a una venta de comida. Cuando alguien les dijo que guardaran el distanciamiento, uno de ellos se le encaró y lo retó a que lo denunciara ante la empresa. Seguramente porque sabía que no le iban a decir nada. Tuvo que venir un celador, que se dio cuenta del asunto, para imponerles el distanciamiento de dos metros que de mala gana aceptaron.

Cuando fui a entrar a un reconocido supermercado, el encargado de la temperatura no me la tomó y me dijo: ‘entre, tranquilo’. ¿Cómo podía saber él si yo tenía fiebre o no?

Llamé un taxi por aplicación. Cuando llegó y me subí, me di cuenta de que estaba sucio. El conductor no tenía separación entre él y el pasajero. Todo allí era tan normal que, muy seguro, el señor ya no sentía la necesidad de desinfectar con alcohol cada vez que cambiaba de usuario, como lo aconsejaron las autoridades de salud desde un comienzo.

Cuando pido domicilios en la ciudadela en la que vivo, por lo general, ya no llegan con la doble bolsa que se aconsejaba al principio y nosotros, incluso, ya hasta perdimos la costumbre de rociar con alcohol la bolsa.

Al comienzo de la pandemia desechábamos las bolsas. Después, sólo les echábamos alcohol. Y ahora, a unas sí y a otras no. Y todas las guardamos.

Al comienzo yo usaba guantes para bajar por el domicilio. Lo hacía para oprimir los botones del ascensor y coger la puerta de la recepción. Ahora, ya no hay guantes. Los había reemplazado por las bolsas del tapabocas. Con ellas me protegía de los botones. Y ahora, cuál bolsa ni qué nada. El dedo índice abre y cierra ascensores. Aunque después me desinfecto con gel o con alcohol, pero eso ya nos va dando una idea de cuánto nos estamos relajando.

Duré toda la pandemia encerrado en el apartamento, saliendo solo a lo imprescindible y, por supuesto, sin abrazo alguno a nadie. Pero qué día llegó mi ahijado y le di uno de esos abrazos que suelen dar los padrinos, sin temor siquiera a que lo fuera a contagiar o él a mí.

Y peor aún: ya no me aguanté más las ganas de ir donde mi mamá, que ya tiene más de 80 años. Porque es que el corazón no da espera y no espera tanto. Llegué a su casa y aunque nos saludamos de lejitos, por fin nos vimos. Y fuimos a almorzar en familia y estuvimos felices.

Sí. Nos estamos relajando todos. Y aquí es cuando me pregunto: ¿le dejamos de temer a la covid-19? Pienso que muchos sí le perdieron el miedo y que otros, como yo, nos hemos dado cuenta de lo grave que es, pero que, como vemos que todo entra en una ‘normalidad’, se nos ha ido olvidando que estamos inmersos en uno de los virus más graves de la historia, que en cualquier momento nos puede arrebatar la vida.

Aquí es cuando me devuelvo a pensar en lo que hemos hecho y me doy cuenta de que nos estamos volviendo irresponsables. Ponemos nuestra vida en riesgo y de paso la de los demás. Por eso es que creo que es mejor que le tengamos miedo, que cada vez que salgamos de casa pensemos que nos podríamos morir si no nos cuidamos, que en cada paso está el peligro. Viéndolo así, nos vamos a proteger de él. De lo contrario, perderemos la batalla.