Compramos el alcohol, unos galones de gel, otros frascos de gel de bolsillo, los tapabocas, por supuesto, que para esa época los vendían a precios exorbitantes y hasta un traje antifluidos para uno de nosotros. Eran nuestras primeras armas contra la covid-19.
La alarma fue creciendo en cuestión de días. Hacía meses que el virus se había encontrado en China, pero lo veíamos muy lejano. Y el día que se confirmó que una joven lo había traído a Colombia, me dio un vuelco en el estómago y entendí que estábamos ante un gran desafío, pero no pensé que lo era tanto.
El Gobierno Nacional nos advirtió y empezó a tomar las medidas. La alcaldesa de Bogotá también. Y fue ella la que decidió hacer un simulacro de cuarentena. El Gobierno la adoptó inmediatamente después, ya no como simulacro sino como una realidad. Todo el mundo a sus casas para protegerse del enemigo fantasma, el que no podemos ver, pero que nos puede causar la muerte.
Lo entendimos y tomamos todas las precauciones con una cantidad de preguntas sin respuesta en la cabeza. ¿Y ahora cómo confiamos en que las frutas en el mercado no estén contaminadas? ¿Qué tal si el vecino tiene covid y no dice nada? ¿Qué vamos a hacer para comer? ¿Podremos salir a la calle sin problema?
Poco a poco nos fueron dando respuestas y fuimos tomando precauciones. Llegó el momento en que estábamos tan asustados, que empezamos a seguir paso a paso todo lo que nos decían los expertos, el Gobierno, la alcaldesa de Bogotá, los demás alcaldes.
Ya no podíamos recibir los domicilios en la puerta sino que teníamos que bajar por ellos. El mensajero debía estar protegido y debía traer los elementos en dos bolsas, que debíamos rociar con alcohol.
Se pusieron tapetes desinfectantes a la entrada de locales y centros comerciales, nos dijeron que debíamos utilizar tapabocas, que no debíamos estar a menos de dos metros de los demás, que teníamos que lavarnos las manos cada dos horas, se cerraron las discotecas, los bares, los restaurantes, se prohibieron las reuniones, hasta llegó el momento en que no podíamos salir de casa, y la mayoría hicimos caso. Gracias a ello, el virus no se expandió con la fiereza que hubiera podido hacerlo.
Momentos dramáticos, estresantes, porque lo que estaba en juego era la vida nuestra y la de nuestras familias.
Pero con el paso del tiempo, esa anormalidad pareció volverse la normalidad. Los colombianos nos acostumbramos a vivir en ese caótico mundo hasta el punto en que hoy millones lo ven normal. Con la apertura económica que hizo el Gobierno se perdió la convicción de que el virus es letal.
Ya dijeron que los tapetes no servían, que eso de rociar alcohol en los zapatos tampoco, y los centros comerciales se relajaron tanto que hoy no hay distanciamiento en la mayoría. Muchas personas que llegaban a sus casas a bañarse con estrictos protocolos ya no los tienen en cuenta, aunque se bañen.
Ya no se siente en la calle que estemos en una emergencia vital. Las personas están perdiendo peligrosamente la conciencia del distanciamiento y se le atraviesan a otras, se les acercan, se les suman en las escaleras eléctricas sin distanciamiento, como si todo hubiera pasado.
Ya estamos en una aparente ‘normalidad’ dentro de la anormalidad. Y eso es lo más peligroso, lo más grave. Ya sentimos que muy pocos temen contagiar a otro. Ya pensamos que, porque llegaron las vacunas, todos somos infalibles. Y no es así. Lo estamos viendo con el nuevo pico, que se contagia más rápido y es más mortal. Pero hay muchos que no lo entienden.
Debemos retomar las medidas de bioseguridad porque no sabemos, con nuevas cepas y todo lo demás, hasta qué punto puede afectar este inminente peligro a nuestra propia familia.
Por favor, entienda. Es gravísimo lo que está ocurriendo. Cuídese. Y cuide a sus hijos y a sus padres. Quiéralos, consiéntalos y hágales un homenaje cuidándose usted, para que ellos puedan vivir felices.
Twitter: @VargasGalvis